jueves, 22 de marzo de 2007

Ocampo: MIS QUINCE DIAS DE MINISTRO






Continuación...

La discusión, variando de medios y a veces de objeto, se prolongó inútilmente todo el día. Durante ella me echó en cara el Sr. Comonfort mi exclamación de la noche anterior. "Me parece muy torpe". Por toda explicación le dí el ningún fundamento que yo reconocía a sus temores y a los del Sr. García Conde, atribuyéndolos a exceso de celo, ya que no podía ni figurarme que tales aprensiones eran poco sinceras. Dije que las cartas hubieran podido hacernos el coco; pero que ya no eramos niños, y que la peor de las persuaciones que conmigo podían emplearse era la amenaza, pues que de ordinario me confirmaba en la resolución contra la cual se me hacía.
En la noche repetí mi resolución de separarme del ministerio, mi calificación de intruso en una revolución en la que sólo de lejos y muy secundaria e imperfectamente había tomado yo parte. Mis compañeros todos me instaron amistosamente para que unidos soportásemos la situación y el Sr. Juárez me dijo cosas que me enternecieron y me cortaron la palabra. Propuso el mismo señor, para terminar por aquella noche, que a otro día discutiéramos un programa, y así nos despedimos, bien resuelto yo a no ceder en mi resolución de separarme.
Hablé de ella a a!gunos amigos; pocos me hacían justicia, entre los que el Sr. D. Sabás Iturbide, cuya elevación de alma y entereza de carácter eran para mí apoyo y fundamento; otros me hacían cargos graves por lo que llamaban mi deserción y el abandono que suponían que hacía yo de las deseadas reformas.
Pero ¿era posible que permaneciese yo en una administración que no tenía más título que la voluntad del Sr. Presidente, de la que no estaba muy seguro para el caso de antagonismo, y con una contradicción tan evidente por parte del que más derecho tenía a formarla; contradicción que ni siquiera esperó motivo plausible de desavenencia, o que tomó por talla ocasión de resistirnos a su vuelta a México, vuelta tan no urgente que pudo permanecer aún con nosotros sin que estallara el soñado volcán de la capital? Con raz6n uno dijo, hablando del Sr. Comonfort en esta circunstancia: "Es el casero que viene por las llaves". Resume epigramático, pero exactísimo de la situación. Yo sentí bien que estorbaría mi inquilinato, pero entregué las llaves sin dudar.
"Por dos veces, el Sr. Comonfort nos dijo: "Déjenme ustedes de general en jefe, y como entonces cesa mi responsabilidad de gobierno, en mi calidad de soldado haré cuanto ustedes me manden." Hasta se valió de un ejemplo muy expresivo.
Yo, que sin dificultad hubiera andado también ese camino, cargando con la repsonsabilidad que nunca he huido por mis actos, le dije en las dos veces: "Bien, pero entonces usted obedece al ministro de la guerra que nosotros nombremos." Y en ambas ocasiones me contestó, que suponía que nosotros nombraríamos un ministro de la guerra con quien pudiese entenderse.
Debo, una vez por todas manifestar, que en todas nuestras discusiones había plena Iibertad, absoluta franqueza, inmejorable intención en bien del país, y al menos por mi parte puedo decirlo, entera buena fe, ninguna segunda intención, desprendimiento y desinterés perfectos. Creo que la memoria de estas conferencias será siempre grata a nuestro corazón y halagará siempre nuestro amor propio, y creo también que nos hubieran honrado mucho en el concepto de personas sensatas e imparciales que las hubiesen presenciado.
Pero de estas dos ocasiones en que el Sr. Comonfort, propuso quedar de simple jefe, me pareció notar que, sin que él lo advirtiera, sin que pudiera formularse siquiera interiormente su pensamiento, quería ser y no ser director de la cosa pública, cumplir y no cumplir ciertos compromisos personales, tener la gloria, si alguna había, y no la responsabilidad de la situación; me pareció notar en su ánimo ciertas miradas introspectivas que hubiera deseado borrar con ciertas aspiraciones (no personales) del porvenir.
Es muy posible que yo haya juzgado mal: tengo la experiencia de que frecuentísimamente me equivoco, y si asiento estas conjeturas es sólo para dar cuenta de la disposición de mi espíritu en aquellas horas solemnes. Debo también decir, que durante todos nuestros debates, me pareció el Sr. Comonfort como siempre lo había conocido, patriota sincero y ardiente, hombre generoso y probo.
Al siguiente día, y conforme con la indicación del Sr. Juárez, nos volvimo a reunir, e interrogados por el Sr. Comonfort sobre si llevábamos nuestro programa, yo dije que no, como persona convencida de que todas aquellas FORMULAS ERAN INUTILES PARA QUE YO dejara el ministerio, y como quien ya llevaba en la bolsa el borrador de su irrevocable renuncia: el Sr. Juárez contestó igualmente que no. El Sr. Comonfort repitiéndonos que estábamos con los fines de la revolución, nos leyó entonces un borrador de su programa (sería de desear que lo publicase), en cuya mayor parte estábamos en efecto conformes, mientras su enunciación se conservaba en las regiones vagas de la generalidad. Pero en tal programa había puntos, cuya simple lectura me hubiera convencido de nuestro disentimiento, si necesidad hubiese yo tenido de esa convicción.
Entre los últimos había artículos sobre los cuales ni los principios podían sernos comunes; y así cuando el Sr. Comonfort, cambiando de medio, dijo en una especie de epílogo, no escrito, que en nuestros principios, no ya en los objetos o fines de la revolución, estábamos en perfecto acuerdo, me fue indispensable contradecirle y ponerle como ejemplo la explanación de dos puntos.
Estos eran tomados de la guardia nacional. El primero que se dividiría en móvil y sedentaria; el segundo que el ser guardia nacional era un derecho, pero que ninguno tenía el gobierno para obligar a este servicio a quien lo repugnase. Del primer punto ni quería yo explicación, puesto que fuí el primero (pueden consultarse los documentos de la época, 1846) que había introducido entre nosotros la división de la guardia en movible, sedentaria y de reserva; pero después ví la suma necesidad que tenía yo de tal explicación, cuando el Sr. Comonfort nos dijo que entendía por guardia móvil lo que se compusiera de los proletarios (sic) y por sedentaria la que se formase de los propietarios.
No menos nueva era para mi la teoría de que el ser guardia nacional era un derecho pero no un deber. En caso de que yo pudiera admitir esos sistemas truncos sobre el deber y el derecho, más bien que el de los utilitarios, preferiría para este punto de guardia nacional, el de los místicos que sólo reconocen deberes y no derechos. En tal sistema evitaría a lo menos ese bárbaro absurdo llamado contingente de sangre.
Yo hubiera de buena gana aprovechado la ocasión, para explanar mis ideas sobre derecho y deber, y para demostrar, tanto así me alucinó, que la fuente del derecho y el deber es la necesidad de las relaciones, y que por lo mismo, toda relación necesaria es derecho por el lado que ostensiblemente halaga, y deber por el que grava también ostensiblemente. De la necesidad que a veces tenemos dearmarnos con los productos de la industria humana, ya que la naturaleza nos negó las pieles duras, las astas y colmillos, las pezuñas y espinas, los picos y las garras, reemplazando todos esos medios imperfectos con la experiencia y la mano; del derecho natural de defendemos hubiera yo inferido y probado fácilmente el derecho y la obligación de ser guardia nacional.
Nunca, sin embargo, hubiera podido encontrar buenas razones para que los pobres sacrificasen sin recompensa su tiempo, sus esfuerzos y su sangre en favor de los comparativamente ricos, ni por qué sólo entre propietarios y proletarios había de desempeñarse la defensa de una nación, ni tampoco por qué el gobierno no tendría derecho de hacer cumplir con sus obligaciones a los que las despreciaran. No nos eran, pues, comunes unos mismos principios al Sr. Comonfort y a mi, aunque en lo superficial nos fuesen comunes los fines u objetos de la revolución.
Puede servir también de ejemplo este otro dato: el Sr. Comonfort pretendía que en el consejo hubiera dos eclesiásticos, ¡como garantía del clero! No lo discutimos, el momento no eran oportuno; pero cualquiera que tenga la razón fría convendría en que el consejo formado según el plan de Ayuda, era de representantes, no de clases sino de Departamentos considerados como entidades políticas.
Por otra parte, parece que el Sr. Comonfort se olvidaba de ese proyecto de que era miembro del gobierno, porque un gobierno cualquiera, debe ser la suma de las garantías y asegurarlas a todos sus súbditos, permanentes o transeuntes, naturales o extranjeros. El es la garantía por excelencia y quien piense hallarla fuera de él es un iluso o un necio. Ahora, si han de pedíreles garantías a la comunidad, en ese mismo hecho se reconoce que se tienen intereses contrarios a esa comunidad y la petición de tales garantías es el acto de más insolente descaro, el más notorio que puede darse de lesa majestad nacional.
Además ¿de qué modo dos eclesiásticos pueden ser garantía del clero? ¿Impidiendo la acción del gobierno, cuando a aquél le convenga? ¿Dos eclesiásticos bastarían para maniatarlo cuando no estuviese impotente? ¿De qué parte del clero habían de escogerse? De la que entre él mismo, ya por sólida e Ilustrada piedad, ya por bastardas miras quiere las reformas, o de la parte que las resiste a todo trance y llama impiedad al sólo hablar de ellas
Para que fuesen siquiera el simulacro de tan quimérica garantía, no era el general en Jefe del plan de Ayutla, sino el clero el que debía nombrarlos, a fin de que mereciesen su confianza. ¿Y las otras clases, ya que clases se habían de nombrar, y los otros intereses, qué garantía tenían. . . ? ¡En verdad que es fecunda en observaciones tal especie!
Pero, lo repito, no era aquel el momento oportuno de hacerlas: así y por abreviar, y porque sólo me presté a aquella reunión por deferencia, principalmenle al Sr. Juárez, que la había propuesto, hice someramente algunas observlldones al programa, y luego dije: que como su lectura no me había hecho mudar de ideas, y como llevaba en la bolsa el borrador de mi renuncia, suplicaba a mis compañeros me permitiesen leerlo, a fin de que en el seno de la amistad, me dijesen qué debía cambiarse, para no perjudicar al gabinete, de querer lo cual estaba yo muy lejos.
De pronto no pareció mal a mis otros compañeros; pero oída una observación del Sr. Comonfort, convenimos en que se suprimieran tres palabras de la renuncia, cambiando una frase. El borrador decía: "He sabido entre otras cosas que la presente revolución sigue el camino de las transacciones." La nota oficial dijo: "He sabido entre otras cosas, el verdadero caminoque sigue la presente revolución. " Cuando el Sr. Comonfort objetó la redacción primitiva, creí que me desmentía, pretendiendo en aquel momento no haber dicho en el día anterior el camino de las transacciones.Exaltado yo entonces, le repetí: que así me lo había dicho; que estaba yo en mi derecho, repitiendo con exactitud lo que había pasado entre nosotros, y que apelaba al intachable testimonio de los Sres. Juárez y Prieto.
Tenía yo tan presente lo del día anterior, como si en aquel instante estuviera pasando. Cuando el. Sr. Comonfort me había dicho, hallándose en pié "pues no, señor, la revolución sigue el camino de las transacciones," le interrumpí, parándome también, y dije: "Ahora sí nos entendemos, encuentro en lo que acaba usted de asegurar una razón más para que me separe yo, yo que puedo considerarme aquí como intruso. Había creído que se trataba de una revolución radical, a la Quinet: yo no soy propio para transacciones."
Y El Sr. Comonfort repuso: "Esas doctrinas son las que han perdido la Europa" , y yo, en vez de manifestar mi asombro por oir de su boca semejantes palabras, en vez de contestar que ni la Europa está perdida, ni son idénticas las doctrinas de Quinet y las de Cabet, Proudhon, Luis Blanc, etc., me contenté con repetir: "Pues yo no soy propio para transacciones".Me hería pues su observación, porque de pronto me pareció un mentís.
Entró después en ciertas explicaciones sobre el camino de que había hablado el día anterior, recordando y reconociendo que había dicho de las transacciones; pero que quiso decir ciertas consideraciones a las personas, etc.
Después de estos comentarios, dijo, suplico a usted que no use de la palabra transacciones.
-¡Quiere usted, le pregunté entonces, que ponga que la revolución sigue el camino de ciertas consideraciones a las personas?
-No, tampoco.
-¿Pues el camino, en términos generales que sigue la revolución?
-No, no.
-¿Le parece a usted bien, entonces, que funde mi renuncia en que repentinamente he perdido la chabeta, y en que sin sentirlo, me he vuelto mentecato, mentecato, pesto que callando mis verdaderas razones para hacerla, no encontraré ni iventaré ninguna plausible?

Convenimos, por último, en que usaría de la palabra camino, sin especificaión, y así lo hice, y en que, por instancias de los Sres. Prieto y Juárez todos daríamos nuestra dimisión. Combatí la renuncia del Sr. Prieto con mi antiguo argumentode que la hacienda es terreno neutral, y con mis razones y con mis razones le insté para que continuase. Todo lo resistió, alegando su necesidad de pensar ya seriamente en el porvenir de su familia, en el uso común de separarse todo el gabinete, cuando se separaba el considerado como su jefe, etc.

Mis compañeros pasaron a ver al Señor Presidente, sin saberlo yo, y en una Iarga sesión arreglaron con S.E. el nuevo ministerio, compuesto, según se me dijo en la tarde, de los Sres. Cardoso, Arriaga, Juárez, Comonfort, Prieto y Degollado; y resucitando así los ministerios de gobernación y fomento que yo había procurado suprimir, y sin los cuales creo que bien puede pasarse la República, siempre que los ministros de relaciones y de hacienda quieran trabajar con tesón y método.
El ministerio de fomento principalmente, me parece un error, atendido nuestro estado. Consolídense las garantías y gástese algo en superar los obstáculos que a la inmigración presenta la lejanía de nuestras mortíferas costas en la mesa central en que hay alguna vida, aprovechando principalmente ahora la alarma que las doctrinas del neunozinjismo deben producir en los emigrantes que de Europa piensen venir a los Estados Unidos; dedíquense algunos presidios a unos caminos y contrátense otros en subasta pública, vigilando sus trabajos; divídase la hipoteca de las fincas rústicas, de manera que puedan éstas partise en lotes accesibles a las pequeñas fortunas, para que no anden la propiedad y el capital agrícolas en diversas manos; refórmense los aranceles, bajándolos; quítense las alcabalas y monopolios; ábranse nuevas carreras para las ciencias exactas y de observación; déjese, sobre todo, plenísima libertad para que cada cual haga cuanto no perjudique a un tercero, y el fomento vendría por sí solo.
Entre nosotros, en donde el movimiento es tan corto, y los negocios y empresas tan pequeños, gastar tantos miles de pesos en sostener un ministerio de obras públicas, en comprar un instrumento más caro que la obra que con él debe hacerse, es querer un fomento adrede en su tanto igual a un bienestar público mandado hacer, ¿por qué no instruir por ideas semejantes un ministerio de felicidad?

Cuando algunos amigos me refirieron lo que por tan festinado procedimiento se había convertido en destitución, y el nombramiento de mis sucesores, confieso que me sorprendí, a pesar de que sigo en cuanto puedo el consejo de Horacio sobre no admirarse de nada; sentí particularmente, que no fuesen miscompañeros los que lo notificasen.
El Sr. Prieto fué el primero que después me dijo el resultado; y no hubiera yo tenido a medio concluir el nombramiento de gobernadores y el de. . . y ciertas supresiones. . . y el de otros señores del exterior, si no hubiese temido que pareciera que mostraba un berrinche pueril, que no sentía, dejándolo todo en el estado en que estuviese, de seguro que me hubiera ido inmediatamente a México, aun sin presentar mi renuncia, puesto que ya tenía sucesores. Absténgome de intento de escribir sobre esto toda reflexión, que no por eso dejarán de ocurrir a cualquiera persona que se digne leer estos imperfectos apuntes.

El domingo hice de todos mis nombramientos, supresiones y reformas de algunas legaciones, un solo acuerdo; y en compañía del Sr. Comonfort, a quien había yo rogado fuese conmigo a ver al Sr. Presidente, dí cuenta a este señor de todo lo hecho, leí en seguida el acuerdo que lo resumía, procurando que el Sr. Comonfort siguiese con la vista cada renglón de mi lectura y la dí en alta voz a mi renuncia que dejé en manos del Sr. Presidente.
Deseando que el acuerdo se examinase más y sin estar yo allí, lo dejé al mismo señor pidiéndole lo firmara, si lo aprobaba definitivamente, y al Sr. Comonfort tuviese la bondad de recagerlo firmado y me lo entregase. Me despedí oficialmente del Sr. Alvarez, con cierta solemnidad que hasta me pareció que lo conmovía, lo mismo que al Sr. Comonfort. Creo inútil entrar en más pormenores.
Mis antiguos compañeros de ministerio se vinieron a México: yo me quedé a esperar la sesión que el consejo debía tener el miércoles. Quería esforzar la renuncia que de él hice al entrar al ministerio, o recabar una licencia siquiera de dos meses, si tal renuncia no era admitida, como varios amigos me habían anunciado.
Yo no encuentro palabras bastante enérgicas con que censurar la costumbre por la que en la República nos creemos autorizados a faltar a todas las consideraciones, aún las de la simple urbanidad, a toda corporación a que lleguemos a pertenecer. Muy atentos, aún con nuestros sirvientes domésticos, muchos de nosotros se creerían degradados si lo fuesen con sus iguales, luego que estos iguales forman cuerpo, y debíán por lo mismo ser más considerados. Es un fenómeno que no puedo comprender, aunque lo he observado mil veces.
Me quedé, pues, aun a riesgo de parecer ridículo (hasta ridículo parece ya cumplir con ciertos deberes) a esperar que el consejo se dignara tomar una resolución sobre mí. La renuncia no se admitió, pero conseguida nueva licencia por dos meses, he venido a cuidar de mí ya poner fin a mi destierro, que consideré duraba hasta que llegué a mi casa y ví mi familia.
A mi paso por México procuré visitar a mis antiguos compañeros, habiendo recibido visita de los Sres. Juárez y Prieto; pero no pudiendo encontrarlos de despedida, ni al Sr. Comonfort, les dejé cartas de ella. Quejábame a este señor en la que le dirijí de que contase a algunos de sus amigos, así me lo había asegurado, que no podía ir conmigo, porque yo trataba de ir a brincos.
Se fundaba mi queja en que, no habiendo habido ocasión de que yo le expusiese mi sistema de medios, no lo consideraba con derecho para calificarlos ni en bien ni en mal he recibido aquí su respuesta: en ella desmiente tal aserción contra mí; y todo lo explica por el empeño que algunos tienen en destruirnos; empeño, sin embargo, que yo no puedo sospechar en las personas de cuya boca lo supe y que con esta publicación sabrán a quien echar la culpa de este mentis.
He llenado, como mi corta prudencia me lo ha permitido, el deber que creo tenía de satisfacer a las personas que se habían dignado poner en mí su confianza. Dejo a su juicio calificar si es cierto, como lo dije en mi renuncia, que había llegado yo al terreno de las imposibilidades; y aunque a algunos les ocurran medios por los cuales hubiera yo podido conservar el puesto, no dudo que los habría desechado como deseché yo algunos que se me indicaron por juzgarlos indecorosos e indignos. Si erré, lo siento mucho por mí, y por las personas que en mí confiaban; pero desgraciadamente yo no puedo juzgar sino por mi propio entendimiento. Espero con el temor natural de la reflexión, pero con plena confianza por parte de la conciencia, el juicio de los contemporáneos y de la posteridad, si es que ésta llega a ocuparse de mí.
M.Ocampo.
Pomoca, Noviembre 18 de 1855. [Folleto. Arch. particular y Pola, t. n, pp. 73-112].

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