sábado, 19 de junio de 2010

Saramago



Saramago: un hombre afortunado

Hermann Bellinghausen

Desafiante, claro, comprometido, en marzo de 1998 José Saramago llegó a México dispuesto a sacar de quicio al gobierno de Ernesto Zedillo. Semanas atrás había anunciado, en un artículo muy duro que dio la vuelta al mundo, que visitaría Chiapas y expresaría su apoyo a los rebeldes zapatistas. Estoy aquí porque no me da igual, insistiría luego desde las montañas de Chiapas.

La Secretaría de Gobernación amagaba con aplicarle el 33 constitucional si intervenía en asuntos internos. Por entonces estaba de moda expulsar extranjeros de Chiapas. El Instituto Nacional de Migración (INM) y los medios de comunicación acababan expulsar de Chenalhó, y de México, al párroco francés Michel Chanteau. La masacre en Acteal estaba fresca, la indignación mundial era intensa, y mayúsculo el predicamento del gobierno zedillista, acusado de las masacres y la contrainsurgencia. Apenas días atrás había visitado las comunidades el fotógrafo brasileño Sabastião Salgado. Y días después de Saramago, fue Susan Sontag quien recorrió las montañas tzotziles, todavía tocadas por la tragedia.

Desde la ventanilla del INM en el aeropuerto de la ciudad de México el 7 de marzo de aquel año, a la hora de poner a prueba al gobierno, Saramago, acompañado por su compañera y traductora Pilar del Río, reiteró que iría a Chiapas porque es mi derecho y mi obligación.

Durante toda su visita al país trajo sobre los tobillos a la Secretaría de Gobernación y los servicios de inteligencia. Lejos de atemorizarlo, el acoso le dio mayor solidez a su actitud. Y una estatura moral de trascendencia ejemplar. Era un viejo militante de izquierda, comunista heterodoxo sin sitio para el desencanto. Todavía no le daban el Nobel pero había escrito una serie de novelas extraordinarias y ya se llamaba José nada más, como el personaje de su por entonces más reciente creación, Todos los nombres.

Durante una semana expresó públicamente lo que quiso, y el día 14 llegó a Chiapas con Carlos Monsiváis y Juan Bañuelos, y con ellos visitó las comunidades la mañana siguiente. En la cabecera municipal de Chenalhó lo detuvo e interrogó con rigor un retén de migración, y enseguida uno del Ejército federal. En Majomut ingresó al campamento militar que sitiaba los campamentos de refugiados de Polhó y confrontó al mando militar, sin obtener una explicación convincente del cerco armado a los desplazados zapatistas.

La crónica de La Jornada registró que José Saramago se había llevado una montaña de Chiapas. “Una pequeña montaña que le cabe en la bolsa del pantalón, idéntica a la escarpada serranía de los Altos, esta tierra de los pueblos tzotziles. Nacida de ellas, la roca que recoge del suelo de Acteal el escritor portugués pesa en la mano como un siglo, como una vida entera.

“Más tarde, al iniciar el regreso a Jovel, la muestra con triste orgullo a Pilar, su compañera.

“–Mira –le dice–, recogí una piedra.

“Al parecer tiene la costumbre de tomar piedras de los lugares que visita. No todos, asegura; no dice de cuáles sí. Alza contra la luz de la tarde el trozo de suelo basáltico, piramidal, con la base apoyada en su palma, entorna los ojos y guarda silencio. A su pesar quizás, muestra reverencia.

Lo inundan las cosas que vio, las voces que oyó, la gente que acaba de conocer para siempre, en el municipio autónomo de San Pedro Polhó. Recorrió el campamento de sobrevivientes de Acteal, los campamentos de desplazados en Polhó, conoció el campamento militar de Majomut, y ante todo, escuchó (La Jornada, 16 de marzo).

Visitó sin prisa a los desplazados zapatistas, se entrevistó con los sobrevientes de Las Abejas en Acteal, y con el consejo autónomo de Polhó. Se indignó y lloró, se emocionó al ver la resistencia de los indígenas. Se comprometió con ellos a llevar su voz a donde le fuera posible. Fue un hombre de palabra, y siempre cumplió ese compromiso.

Cuando siguiendo sus pasos, aunque con mucha mayor discreción, la escritora estadunidense Susan Sontag realizó el mismo recorrido una semana después, la polvareda levantada por Saramago seguía en el aire, había doblegado a Gobernación en cumplimiento a su deber, como él mismo lo veía, consciente de tener una voz, de ser escuchado en el mundo, y se asumía como herramienta para la lucha zapatista.

Caminando las lomas rebeldes y dolientes de Chenalhó, Sontag se detuvo un momento y dejó de hacer preguntas para decir:

–Saramago es un hombre afortunado. Cuando parecía haber acabado su vida profesional, ya mayor, comenzó a escribir unos libros maravillosos, conoció al amor de su vida, una mujer bellísima que lo adora, hoy es uno de los grandes novelistas vivos del mundo y está dispuesto a decir la verdad.

Como ella misma diría en 2000 en Jerusalén, haciendo uso de esta libertad comprometida que, a su modo, compartió con el autor portugués: El principal trabajo de un escritor no es tener opiniones, sino decir la verdad, y rehusarse a ser cómplice de las mentiras y la desinformación.

Saramago volvería a Chiapas para entrevistarse en el Aguascalientes e Oventic con el comandante David y otros comandantes zapatistas. Y durante la Marcha del Color de la Tierra en 2001 se encontró al fin con el subcomandante Marcos, con quien de tiempo atrás sostenía una conversación política, literaria e intelectual.

En 2002 participó en el Aguascalientes zapatista en Madrid, al lado de Manu Chao, y una vez más puso su palabra, su respaldo y su prestigio al servicio de la lucha zapatista.

Fue desde el primer contacto que tuvo con los indígenas rebeldes que supo qué le tocaba hacer. Obligado en 1997 a parafrasear su poema-novela de anticipación El año de 1993, Saramago dijo haber encontrado aquí una guerra del desprecio. Y explicaba: No imaginé en 1975, cuando escribí ese poema largo, que vendría a encontrar en la vida, en lo concreto, con las diferencias y similitudes, una situación tan igual como la que vi aquí.

Añadió: Sólo para el que no quiere ver ni entender las cosas, se oculta el hecho de que el Ejército y los paramilitares son la uña y la carne juntas. Fue testigo, no le contaron: De no ser así, los paramilitares no podrían haber hecho lo que hicieron y lo que siguen haciendo. Pocos minutos después de que dejamos Acteal hubo un acto de intimidación, y se hicieron no uno ni dos, sino 30 disparos, que afortunadamente fueron al aire. A través de su actitud comprometida, estremecedoramente humana, José Saramago estableció con el México de abajo una relación notable y para siempre. El privilegio fue de todo

Saramago



José Saramago (1922-2010)

José María Pérez Gay

¿Qué puedo decir de José Saramago en tres o cuatro cuartillas que no se haya dicho antes? Debo confesar que no sólo soy su amigo, sino también un lector adicto y confeso. Por lo demás, no sobra decirlo, estamos ante uno de los mayores novelistas de nuestro tiempo. No puedo proponerme una revisión de toda la obra de Saramago, sino sólo de una novela me parece clave en su obra.

La obra de José Saramago ha cobrado como pocas obras literarias una vida propia de un enorme significado, se lee en cantidad de idiomas, es una referencia obligada en la historia de la literatura contemporánea. Su primera novela –publicada en 1947, a los 25 años de edad, tuvo una vida corta. Después de Terra do Pecado, treinta años más tarde, Saramago publica otra novela: Manual de Pintura e Caligrafia. No son muy frecuentes los escritores que han abierto un lapso de tiempo tan largo entre una novela y la siguiente. Sin contar desde luego A Clarabóia, un texto que nunca se publicó. Saramago hizo entonces muchas cosas: trabajo como editor, escribió en los periódicos, tradujo libros y escribió poesía. Y así después de treinta años irrumpe en el mundo de la novela con un resplandor que brilla cada vez más. Levantado del suelo (1980) es una novela que ya nada tiene que ver con aquella Terra do Pecado. Nuestra ignorancia de la literatura portuguesa es oceánica. Por ese entonces, 1947, en Portugal estaba vigente el neo-realismo Alves Redol publicaba Porto Manso –y empezaba el descomunal el Ciclo Port–Wine–, Alfonso Ribeiro, Escada de Servicio; Miguel Torga, Odes y Regio Historias de Mulheres e d’A Velha Casa. Al mismo tiempo se publican los Cuadernos de poesía; Jorge de Sena publica Coroa da Terra; Sophia de Mello Breyner, Dia do Mar y el joven Sebastiao da Gama publica Cabo da Boa Esperança. Los novelistas de otra generación siguen publicando: Ferreira de Castro, A La a Neve; Aquilino, O Arcanjo Negro y la aparición tardía del surrealismo de Lisboa, con Cesariny, O’Neill, Antonio Pedro y José Augusto França.

El año de la muerte de Ricardo Reis pertenece a un misterioso rango de la literatura: las obras únicas; es una novela que no se parece a ninguna otra: surge, se nutre y se agota en sus propios límites, hasta configurarse como un mundo alucinante y autosuficiente, aislado y ennoblecido por su propia singularidad. Ese proyecto novelístico, sin duda uno de los más apasionantes del Siglo XX, no se habría dado sin esa etapa decisiva, de creación literaria y de reflexión meta artística. Un ensayo de novela que encerraba toda la obra. Desde el principio de la novela, la historia es la propia novela, la de su propia escritura. Aquí se condensa también la historia de una ciudad, Lisboa, y de un país: Portugal. Ricardo Reis, un heterónimo, va en busca de su autor, Fernando Pessoa, uno de los mayores poetas del siglo XX. La sola idea es deslumbrante. Cada lector es otra novela; cada novela, otra novela. Cada vez que releo la novela, de golpe, se me vienen mil cosas encima: mi recuerdo tartamudea en alud amoroso, y en seguida se me aparece una ciudad blanca, cuyas calles y sus nombres son el mapa de la novela, no hay mejor descripción de Lisboa que El año de la muerte de Ricardo Reis, la ciudad del Tajo, la ciudad de Camöens y Eça de Queiroz. La Rua Garret, Rua do Carmo, la Rua nova de Almada, la Rua Serpa Pinto, la Calçada do Sacramento. Por la magia de Saramago, me detengo la Casa Havaneza y Ramalho Ortigao, a un lado del Café A Brasileira: “Ricardo Reis atravesó el Barrio Alto, y bajando por la Rua do Norte, llegó a la de Camoes, era como si estuviera en un laberinto que lo llevara siempre al mismo lugar, al monumento, a este bronce con pinta de hidalgo y espadachín, especie de D’Artagnan premiado con unas corona de Laurel (…) Yo solo aproveché un resto de ellos, las palabras que hablaban de ellos. Explique mejor esa tan divina y tan humana confusión. Según la declaración solemne de un arzobispo, el de Mitelene, Portugal es Cristo, Y Cristo es Portugal. Está escrito allí, Con todas las letras, Que Portugal es Cristo y Cristo es Portugal, exactamente. Fernando Pessoa se quedó pensando un momento, luego se echó a reir, con una risa seca, cascada, nada grata de oir. Qué país, qué gente, y no pudo continuar, había ahora lágrimas verdaderas en sus ojos, Qué país, repitió y no paraba de reirse. Y yo que creía que había ido demasiado lejos cuando en Mensagem llamé santo a Portugal, ahí está San Portugal, y viene un príncipe de la iglesia, con su archiepiscopal autoridad, y proclama que Portugal es Cristo, y Cristo Portugal. Si esto es así, necesitamos saber urgentemente qué virgen nos parió, qué diablo nos tentó, qué judas nos traicionó, que clavos nos crucificaron, qué tumba nos oculta y qué redención nos espera”.

El Año de la muerte de Ricardo Reis admite, lateralmente, la interpretación de la historia que Pessoa y Reis soñaron; al final nos espera el juego: la fiesta, la consumación de la obra, su encarnación momentánea y su dispersión. Desde un principio Saramago ya no tuvo por qué seguir optando entre el liderazgo y el martirio. Pocos autores, como Saramago tienen una literatura a la precisa escala civil. Esta armado –eso sí– de su inteligencia, su cultura y su prosa Es la suya una escritura democrática de un ciudadano y nada más, por excepcionalmente dotado que sea. Por esa misma razón puede escribir una novela como El hombre duplicado. En ese carácter tan democrático de su expresión no abundan sus antecedentes portugueses ni, mucho menos, españoles. Más que en modas anecdóticas o formales, en ideologías o en esquemas teóricos, la literatura en Saramago se dio en su respiración civil: un autor que no se siente un solitario entre la gente.

“La madurez de una vida, como la madurez del día –escribe Saramago– no se revela en la hora incierta del atardecer, sino en el momento pleno, cenital y vibrante del mediodía en que el sol, cumplida ya su trayectoria ascendente, parece detenerse a contemplar, hurtando la sombra a seres y cosas, los frutos de su carrera. La obra de José Saramago, desde el Manual de Pintura y Caligrafia hasta el El ensayo sobre la lucidez ha permanecido siempre en el mediodía de su vida. A sólo unos meses de distancia, esta novela encarna una real aventura intelectual, un enriquecimiento, un momento de veras encarnizado de la cultura crítica contemporánea.

Cuando pienso en José Saramago, mi amigo, siempre recuerdo esa historia jasídica que cuenta Martin Buber. “Un forastero llegó a visitar al rabino Alejem y le preguntó: Rabino ¿qué es mejor, la inteligencia o la bondad? El rabino contestó: por supuesto la inteligencia, ella es el centro de la vida. Pero si uno tiene sólo la inteligencia y no la bondad, es como si tuviera la llave de la recámara principal y hubiera perdido la de la puerta de su casa “. Siempre he pensado y estoy seguro de que José Saramago, como muy pocos, tiene las dos llaves de su casa.


Saramago


El Saramago de La Jornada

Elena Poniatowska


José Saramago es múltiple y esplendoroso. Abro los Cuadernos de Lanzarote, una isla frente a las costas de África que Carlos Fuentes describe como un cráter del mar, que a mí me conmovió, porque en medio del paisaje negro, hirviente, los habitantes se las han arreglado para sembrar uvas, a las cuales les hacen casita para que no las desenraicen los vientos y las separen de su balsa de piedra. Leo cómo desde 1993 Saramago viaja a Londres, Lisboa, Madrid, París, Roma, Buenos Aires, Río de Janeiro. Recibe premios, ofrece conferencias, asiste a ferias, participa en mesas redondas, es jurado de concursos literarios... y entre tanto se las arregla para regresar a casa y escribir Ensayo sobre la ceguera a la sombra de Pilar, que también le hace casa, ahora más que nunca, contra la agitación furiosa de la celeridad.

Lo veo correr, estoico, de aquí para allá, día a día, hablar del Doctor Fausto, de Thomas Mann; de sus amigos Jorge Amado y Gonzalo Torrente Ballester. Quisiera detenerlo y me resigno a pensar que del único Saramago del que puedo hablar un poquito es del Saramago de La Jornada, aquel que en sus crónicas me han dado Pablo Espinosa, quien fue a Estocolmo a verlo recibir el Nobel en 1998; Hermann Bellinghausen, Mónica Mateos, César Güemes, Renato Ravelo... que lo han seguido fervorosamente durante sus días mexicanos, los de 1998 y los de 1999.

Ver a Saramago acercarse y elegir a quienes prefiere es una lección de entereza. Millones de personas viven un atentado a su dignidad, declara a La Jornada y escoge a los más pequeños, los indígenas de Chiapas, y tras de él remolca a la península ibérica para que constate lo que sucede aquí, en las montañas del sureste desde 1517 hasta la fecha.

La voz de los más pequeños

Dentro de 19 días estaremos recordando el tercer año de la masacre de 45 indígenas en Acteal, en su mayoría mujeres y niños, que por su pobreza solemos llamar los más pequeños. ¿Puede levantarse la gloria de Dios y la de un gobierno sobre la miseria de un solo niño muerto?, pregunta Carlos Fuentes. A propósito de los indios chiapanecos, dijo José Saramago en San Cristóbal las Casas: Si la voz de un escritor les sirve para algo, mi voz es vuestra voz. Seguiré hasta el final de mi vida con la conciencia de que mi voz no es sólo mi voz, porque creo que por la boca de cada uno de nosotros está hablando la humanidad entera (...)

La mirada de Saramago sobre Chiapas es intensa, tan intensa como la mirada de un niño chiapaneco al que le han destrozado la vida. Saramago habla de las miradas severas recogidas de las mujeres, y se pregunta: “¿Cómo es que después de tanto sufrimiento ese mundo indio mantiene una esperanza? ¿Cómo pueden sonreír como aquel hombre de Polhó que acaba de decir: ‘mañana puede que nos maten a todos, pero bueno, aquí estamos’ con una sonrisa que no le han matado”.

Ayer, viernes 3 de diciembre, el comandante David volvió a decirlo en Oventic frente a un Saramago apesadumbrado, porque desde hace seis años nada ha cambiado y no se han cumplido los acuerdos de San Andrés: No deseamos la muerte de nadie, no queremos que el costo de la justicia, la libertad y la democracia sea la muerte de muchas vidas humanas, pero cuando es necesario hay que morir.

La gente en Chiapas se muere de hambre y Saramago se preguntó en 1998: ¿De qué se están alimentando esas personas? Y se respondió: Se alimentan de su propia dignidad. Es su dignidad la que los mantiene vivos. Escuché relatos de una objetividad tal en los que nada es dramatizado y todo es dicho con palabras medidas, no calculadas, las justas para expresar lo que hay que expresar. Si hay algo difícil en la vida, es ser. Y ellos que no tienen nada lo son todo, y eso es lo que he ido a aprender a Chiapas.

El Nobel más querido

Saramago se inclina sobre nosotros con toda su paciencia, con la ternura que emana de su altura de hombre bueno. Le asombra que sus lectores le digan que lo aman, no sólo en México sino en todas parte del mundo. Quizá de todos los premios Nobel, el del 98 sea el más querido. La gente lo rodea a ver si les hace el milagro, El evangelio según Jesucristo es el evangelio según Saramago.

En 1980 publicó una novela, Levantando del suelo, acerca de los campesinos del Alentejo, y durante tres años buscó cómo narrar esa historia hasta que pasó por encima de las reglas sintácticas y devolvió a los campesinos en sus propias palabras lo que ellos le habían dado tal y como se lo habían dado, es decir, su propio discurso, como si se hubiera convertido en uno de ello.

Su visión del mundo, como él mismo lo afirma, es pesimista: “Las razones que me llevan a contar una determinada historia –dice Saramago– tienen que ver con mi visión del mundo, de la historia y de la sociedad, y son razones bastante pesimistas, porque el mundo no me da ningún motivo para ser optimista, y eso es lo que aparece en mis libros”.

Y no es que Saramago no crea en la felicidad, sino que la considera una excepción, porque la vida es básicamente una carencia que la felicidad borra por un momento, la efímera negación de ese pesar que encontramos a la vuelta de la primera esquina. Basta leer el periódico para recordar puntualmente que las facultades humanas se desperdician diariamente en la brutal invención de armas y artefactos cada vez más especializados en una única y estúpida misión: exterminar a mujeres y a hombres. A veces Saramago se indigna: Yo no sé cómo nos atrevemos a decir que la raza humana es magnífica. Creo que es tiempo de aceptar que somos unas bestias.

Como lo recogió Mónica Mateos, Saramago es aún el muchacho que escuchaba la voz de sus dos humildes abuelos: Sigo siendo el nieto de ese hombre y esa mujer y no quiero perderlos, es decir, no quiero olvidarlos, ni mis orígenes, mis raíces, la casa pobre, el suelo de tierra, la lluvia que entraba, los cerdos al lado. De esa gente que pareciera que no lleva dentro más que la brutalidad de su propia vida aprendí casi todo lo que he escrito, o por lo menos quedó el terreno bien preparado para la siembra de todas esas palabras.

Por esos abuelos sobre los que ha escrito páginas admirables, Saramago se alía a los indios de Chiapas. Por eso entiende a los que sufren a manos de otros hombres. Los personajes de José Saramago son casi tan entrañables como él: Ricardo Reis; el modesto José de Todos los nombres, y José, el carpintero de Nazareth, cavan hondo y van subiendo por nuestras venas, y nos conducen como topos por túneles de aflicción, hasta que nos invaden con su desesperanza.

La mirada del alma

Saramago escribe en nuestro más íntimo silencio y gracias a él levantamos la vista. Dejamos de leer y miramos más allá en un punto donde quizá podemos leernos a nosotros mismos. Hay puertas que no nos atrevemos a abrir. Escuchamos la llave que gira dentro de la cerradura y el llanto callado de Marcenda, la que tiene una mano inservible. Dentro de ese silencio es posible también que las palabras de Saramago nos enseñen a ver, pero a ver como ven lo ciegos: para adentro, con el alma.

Nos persigue la ley, nos persigue la vida. La vida nos vive, como dijo el poeta jaime García Terrés. Dudamos de todo, porque más que de certezas, el hombre es un ser de dudas. Yo tengo todas las dudas del mundo, las mías y las de los otros, dice Saramago. Mi obra de alguna forma es una reflexión sobre el error y la duda.

Y añade. Tenemos algunas certezas. Sabemos, por ejemplo, que la honestidad es preferible al engaño, que el amor es mejor que el odio. Pero esas certezas, esas cualidades que yo considero como certezas, no son las que mayoritariamente han guiado a la humanidad.

La escritura de Todos los nombres comenzó cuando Saramago busca el acta de defunción de su hermano, muerto a los cuatro años. Investigó en el hospital, en los ocho cementerios de Lisboa (que después darían luz al cuento Reflujo), en registros y archivos... hasta que encontró la comprobación. Convencido de que la gente muere verdaderamente cuando se le olvida, Saramago logró demostrarle al registro civil que un hombre es algo más que una tarjeta (nombre, nacimiento, divorcio, muerte) guardada en algún polvoso archivero al fondo de un pasillo oscuro.

Ensayo sobre la ceguera es un libro desgarrador, en el que todos se van quedando ciegos (médicos, ladrones, mujeres de excepción, muchachas de anteojos oscuros, niños estrábicos) en una alegoría de la condición humana que olvida la responsabilidad ética que implica el ver, el tener ojos cuando otros irremediablemente los han perdido. La muchacha de los anteojos oscuros dice una frase memorable: Hay dentro de nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos.

Tal vez sea eso lo que nosotros buscamos: no el nombre que nos dieron, sino nuestro verdadero nombre, el que algún día vamos a encontrar. Es el que buscamos, a lo mejor sin saberlo, en cada una de las cosas que hacemos. Como cuando estamos a punto de dormir y pensamos en una palabra que es la que nos conduce al sueño, pero es una palabra que se pierde en el momento en que nos dormimos y jamás volvemos a recordar en la vigilia.

El mundo está oscuro

Consecuente consigo mismo, Saramago vincula su obra a las causas sociales, que son siempre políticas. Ejemplo de ello es el cuento La Isla Desconocida, que recaudó 281 mil dólares para víctimas del huracán Mitch. Fueron entregados a la Cruz Roja y utilizados para la reconstrucción de quince escuelas en América Central.

En agosto de ese mismo año rechazó el título de doctor honoris causa que le deseaba entregar la Universidad de Pará, Brasil, al saber que en esa región, el gobernador Almir Gabriel era el mismo que había ordenado la matanza de 19 militantes del movimiento Campesinos sin Tierra.

Su solidaridad con los más olvidados lo ha hecho enfrentarse a gobiernos y a líderes corruptos, y acercarse a jóvenes universitarios, indígenas, hombres y mujeres que se encuentran en desventaja y en situaciones injustas. Para el suplemento Foto, que dirige Raúl Ortega en La Jornada, preparó un número sobre Chiapas con Sebastião Salgado, a quien ya le había prologado un libro, Terra, acerca de los sin tierra, los desposeídos de un bien esencial para su existencia.

Cuando el 6 de julio de 1999, José Saramago recibió la medalla de honor de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander, dijo: Me gustaría ser recordado por esa cosa tan sencilla aparentemente, pero no tan corriente, como es el hombre bueno que sin proponérmelo he hecho todo lo posible por ser, y abogó por una revolución de la bondad.

Tal vez, como él mismo reconoce, no se trata más que de un disparate, pero consiste en que cada mañana, al levantarnos nos propongamos no dañar a nadie y darnos cuenta que de nada sirve aferrarnos a nada, como nos lo enseña Milton en su Paradise lost, y El evangelio según Jesucristo, un libro que nos atañe a las mujeres que damos a luz a dioses y ángeles caídos, a ganadores y a perdedores (amamos siempre mas a los perdedores que a los que triunfan), y nos oponemos a la salvación de un solo niño a costa de la muerte de todos, porque es inaceptable que uno viva si no van a vivir todos, y aspiramos al cielo de la anunciación a María de Saramago, a esa visión de belleza casi insoportable en la que todos y todas comen lo mismo y a la misma hora. Aunque José Saramago, desde la incesante tristeza, comienza su relato El mundo de los horrores con una afirmación que nos atrapa más que la belleza. Esta mañana, al salir a la calle, me di cuenta de que el mundo estaba oscuro.

Palabras que la escritora mexicana pronunció como preámbulo a la charla que el escritor portugués ofreció en diciembre de 1999, en el Palacio de Bellas Artes


JornadaPortada