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MIS QUINCE DIAS DE MINISTRO
Señores redactores de La Revolución.
Pomoca, Noviembre14 de 1855.
Amigos y señores míos.- Acabo de leer en el núm. 2.510 del Siglo XIX, que corresponde al 11 de Noviembre corriente, en la tercera columna de la página cuarta y bajo el rubro de Crisis, este párrafo:
"Nos han asegurado que el Sr. Comonfort manifestó abierta y francamente, que si el gobierno no emprendía las reformas que reclama la situación del país y no seguía una marcha en consonancia con las primitivas tendencia de la revoludón, estaba decidido a presentar la renuncia formal e irrevocable de su cartera."
Tan notables aserciones de parte de quienes informaron a los señores redaclores del Siglo,indican que el señor presidente o los otros miembros del gabinete se oponen a las primitivas tendenciasde la revolución. Si así fuere, han variado mucho de las intenciones que les conocí y con que los dejé. Pero como hace tan pocos días que salí del ministerio, y como era posible para algunos explicarse ahora mi salida, tomando por dato el que han asegurado a los señores redactores del Siglo suplico a vdes. se dignen insertar el adjunto escrito en su acreditado periódico, a fin de que se conozcan mejor ciertos pormenores que no dejan de tener hoy importancia. Quince días hace que volví a esta casa de vdes. y escribí el adjunto papasal, a fin de no olvidar los hechos, y aquí se estaría hasta que pasaran las pasiones del momento, si la publicación a que me he referido no se me obligara a ésta, que es ya de natural defensa.
Soy de vdes., señores redactores, amigo agradecido y obligado servidor, Q.B.SS.MM.- M. OCAMPO.
La publicidad es la mejor de las garantías en los gobiernos. Si cada hombre público diese cuenta de sus actos, la opinión no se extraviaría tan fácilmente sobre los hombres y sobre las cosas. Siguiendo estas dos reflexiones que a mi mente se ofrecen como axiomas, he creído que es un deber mío publicar, cuando sea oportuno, los motivos de mi conducta pública, cuando fuí nombrado representante por Michoacán, hasta que me separé de los ministerios de relaciones y gobernación. No diré todo lo que observé y pasó; parte por consideraciones a algunas personas, parte por extraño a mi principal intento, parte porque lo juzgo perjudicial hoya la causa misma de la revolución, cuyo objeto y feliz desenlace deseo; pero seguro de que nada de lo que calle perjudicará a la debida exactitud y claridad de lo que escriba.
El 17 de Septiembre llegué a la República de vuelta de mi destierro, y el 23 a México. Cuando recibí el nombramiento de consejero del Distrito, apenas llegado a esa ciudad, lo rehusé sin la menor hesitación, y tuve que vencer mi habitual deseo de obsequiar a uno de los amigos que más amo. Por cuantas seducciones de raciocinio y sentimiento son posibles a persona de imaginación, sensibilidad y gran talento procuró domar mi primera, instintiva y después reflexionada repulsa. Lo más que consiguió fue, que no publicara mirenuncia.
Uno de mis más marcados defectos es la prontitud en las resoluciones, siendo otro, aunque menor, porque no siempre incido en él, la obstinación con que persisto en la resolución tomada. Sin embargo, al recibir poco tiempo después mi nombramiento de representante, dudé, y por varios días, de lo que debía de hacer. No veía claro mi deber en aquel caso. Juzgué tal duda como una degeneración de mi carácter, y doliéndome de ello con algunos amigos, tuve ocasión de ir formando juicio. Al fin, por lo que todos me decían, y principalmente por el dictamen de personas cuya imparcialidad, sensatez y benevolencia eran para mí seguridades de acierto, me resolví a ir a Cuernavaca, no sin una notable repugnancia; aunque no hubo uno solo que me hablara contra el viaje.
Salí, pues, de México por la diligencia del 3 de Octubre, y en la mañana del 4 pasé desde temprano a la casa llamada Cerería, en la que estaban alojados muchos de los representantes, en su mayor parte antiguos amigos míos. Oí varios cómputos sobre la inmediata elección, y dije, porque a ello se me invitó, que yo iba a votar por el Sr. Alvarez; no por su mérito, aunque se lo reconozco grande e innegable, porque considero la suprema magistratura una comisión de difícil desempeño, y no una recompensa de buenos servicios, sino porque creí que era el único ante cuyo nombre callasen los ambiciosos vulgares que se que se creían con derecho a ella.
Enemigo como simpre he sido de toda intriga, aunque sea electoral, supliqué al Sr. Alcaraz, que allí se hallaba, se dignará acompañarme,prometiéndole decirle luego lo que iba a hacer. Salidos de la casa, le aseguré que mi negocio era hacer que hacía, a fin de libertarme de listas y combinaciomes cabalísticas. Andando a la ventura, llegamos a las doce, hora citada para reunirnos. El consejo se instaló nombrando por aclamación su presiente al Sr. Farías y a mi su vice.
Hecha la elección del Sr. Alvarez, que se sabía de antemano, como después diré, el Sr. Farías nombró una comisión, cuyo presidente fuí, y cuyo objeto era, según las instrucciones que se nos dieron, hacer saber al Sr. Alvarez su eleción, felicitarlo en nombre de la nación, invitarlo a jurar luego y acompañarlo.
Pasamos, pues, inmediatamente a cumplir nuestro cometido, y prestado el juramento, acompañamos al nuevo presidente de la República al Te Deum que se cantó en la parroquia, en donde todo estaba preparado. Al salir de la iglesia, el Señor Presidente, a quien daba yo el brazo, me dijo que le ayudase, como ministro interino a formar su gabinete. Accedí d,esde luego a tan honrosa invitadón, recalcando sobre la palabra interino, y dando a entender que tal intrrinato lo entendía yo por solo aquel trabajo. Supliqué al Señor Presidente me designara hora, suponiendo que por avanzada e incómoda no podía ser aquella, y S.E. se dignó citarme para las cinco de esa tarde.
Pena me causa recordar las circunstancias en que fuí introducido: rodeaban varias personas al Señor Presidente, y la conversación, que era general a mi llegada, continuó sobre el tono más de tertulia que de consejo de Estado. Invilado para que dijera mis candidatos, me abstuve de hacerlo delante de tantas personas, alegando la gravedad del caso, la dificultad de tal elección, y sobre Iodo, la conveniencia de dar participio en ella al Sr. Comonfort.
El Sr. general Miñón propuso entonces que fuese nombrado ministro de guerra el Sr. general Villareal, exponiendo los méritos que había contraído en la campaña por los buenos servicios prestados a la revolución. El Sr. Villareal se excusó, alegando, entre otras razones, la de decirse que había nacido en la Habana; que esta procedencia extranjera podía llevarse a mal por la oposición: a su turno indicó para ministro del mismo ramo al Sr. general Miñón.
Después de cierta ligera porfía de urbanidad entre ambos señores, este último me interpeló directamente para que dijese sí no me parecía bien el Sr. Villareal. Yo, que me hallaba ya violento, alcé la voz, consiguiendo que todos me escuchasen; hice ver que no teníamos ley ni reglamento que nos forzasen a tal festinación, y supliqué al Señor Presidente esperásemos hasta el siguiente día, puesto que se aseguraba que en él llegaría a Cuernavaca el Sr. Comonfort.
El Señor Presidente, después de exponer la necesidad que había de hacer saber prontamente el resultado de la elección a los Departamentos y a las naciones amigas, consintió en que aplazáramos el nombramiento hasta las diez de la mañana siguiente.
A la hora citada estuve puntual en la sala de recibir, esperando que el Señor Presidente se desocupara de las varias personas que supe lo acompañaban, y que me llamase. Así permanecí hasta cerca de las doce, hora en que suponiendo que no le hubiera sido posible darse tiempo para que yo lo viese, le dejé un recado, después de haber procurado tomar acta de mi estancia y permanencia, hablando con diversas personas de la hora que iba siendo y del motivo de mi espera.
Como el estado de salud del Señor Presidente y algún hábito anterior que supuse, atendiendo al clima en que ha vivido, me había hecho creer que reposaba un poco en las altas horas del día, me hice ánimo de salir a encontrar al Sr. Comonfort, entrampando, si así puedo decirlo, aunque me ruborice de ello, las horas que faltaban para su llegada.
Hablé, en efecto, cuatro palabras con el Sr. Comonfort, antes de que entrara en la población, pero solo de felicitaciones amistosas y de la ansiedad en que había tenido; dejé después que se adelantara. Con el Sr. Alvarez estuvo largas horas, y ya en la noche y en la misma casa que nos sirvió después para establecer un simulacro de ministerio, el Sr. Comonfort y yo debatimos muy largamente: primero, mi repulsa de entrar al gobierno, fundada en mi ignorancia casi absoluta de la situación, de las personas y de las cosas: segundo, de la admisión de él para el ministerio de la guerra, punto que discutimos y porfiamos mucho, logrando yo, según entiendo, convencerlo de esa conveniencia: tercero, de los nombramientos de los Sres. Juárez y Prieto, propuestos y apoyados por mí, y que fueron desde luego admitidos por el Sr. Comonfort, porque habían ya precedido largos razonamientos sobre las cualidades que en general se necesitaban para los ministerios de justicia y hacienda, y las especiales de nuestro caso: cuarto, sobre la teoría del Sr. Comonfort, quien quería que el ministerio estuviese formado por mitad, de moderados y progresistas: quinto y último, sobre el nombramiento del Sr. Lafragua para gobernación, nombramiento que yo resistí.
Nada más adelantamos, y convenimos en volver a discutir al día siguiente, por ser ya tan entrada la noche: nos establecimos en la misma casa y avisamos a nuestras respectivas habitaciones que pernoctábamos fuera.
Yo resistía el nombramiento del Sr. Lafragua, no tanto por sus hábitos, que, según he oído decir, se diferencían mucho de los míos, cuanto por el principio, calificado por mí de error, que el Sr. Comonfort pretendía establecer, sobre que el gabinete se compusiese mitad de moderados y mitad de puros: creía y creo que entre nosotros no debía atenderse ni aún mentarse tal distinción, y que debía componerse el gabinete de personas que pudieran caminar de acuerdo, sin buscarles antecedente filiación.
Confesaré también un mal pensamiento que tuve y me asaltó tan luego como el Sr. Comonfort me habló del ministerio de gobernación. Fué el de que dejándome con el nombre de jefe del gabinete, si al fin entraba yo a él, se me excluía de la intervención directa que, en caso de admitir, deseaba yo tener en el régimen del interior del país.
Confieso esta mi ambición, que por la primera vez de mi vida he tenido específica, determinada, cuando en cualquier otra circunstancia solo he tenido en general la de ser útil; así como otros tienen la de ser sabios,ricos, poderosos, valientes, hábiles, etc. Yo ambicioné para la, hipótesis de que fuera ministro, infuir directamente en la política interior, y no reducirme a ser un duplicado del ministerio de hacienda (pero sin tesoro) para arreglar reclamaciones, cumplimientos y ceremonias; mas uno que otro rarísimo negocio verdaderamente diplomático.
Yo quise la intervención directa, porque soy de esas personas que no dan consejo si no se les pide, y que no creyéndose tutores ni guardianes de los otros, no estan pendientes de lo que esos otros hagan o no. Todo lo que no es deber mío, y dejo que los otros lo cumplan como sepan, y de seguro que hubiera dejado plenísima libertad al que hubiese sido ministro de gobernación, sin entenderme yo en su ramo sino cuando él me lo pidiera.
Respeto las luces superiores, probidad y mérito del Sr. Lafragua, con cuya amistad me honro desde el año de 42; y si rechacé su nombramiento, fué porque reprobaba el sistema de equilibrio en el gabinete, y porque deseaba yo en él mayor acción. No reflexionaba en la fatuidad con que naturalmente aparecía yo, queriendo encargarme de dos ministedos; y lo que es peor y declaro para mi mayor confusión, que ahora que en la calma lo considero, ahora que ya han pasado las excitaciones del momento, todavía tengo la presunción de sentlrme con fuerzas para haber procurado el desempeño de ambos.
El Sr. Comonfort me calificaba de puro, y yo me abstuve de hacer toda calificación de su persona. Hasta ese día yo había visto con suma indiferencia esa subdivisión del partido liberal, considerándóla por mis reminiscencias fundadas más bien en afecciones, personales a los Sres. Pedraza y Gómez Farías, que no con los ligeros tintes que creí lo separaba. Habiéndome conservado extraño a la política, siempre que no estaba en servicio público; no habitando en la capital sino sólo en los períodos en que alguna elección me imponía tal deber, y conservando en las votaciones de ambas cámaras una especie de independencia salvaje, que puedo decir que forma parte de mi carácter, nunca tuve ocasión ni voluntad de meditar ni estudiar los puntos de diferencia entre puros y moderados.
Había, sí, creído distinguir, aunque de un modo vago, que aquellos eran, si más atractivos y más impacientes, más cándidos y más atolondrados, mientras que los otros eran, si más cuerdos y más mañosos, más inteligentes y tímidos; perú nunca había profundizado estas observaciones. Debo al Sr. Comonfort con ocasión del larguísimo debate que entre nosotros se sostuvo sobre esto, haber aclarado un poco mis ideas, y poder decir, hoy que vislumbro yo mejor lo que los divide, que soy decididamente puro, como aquel señor se dignó llamarme y del modo que yo lo entiendo.
Mis amistades políticas, sin embargo, habían sido siempre las de los llamados moderados, y mi conducta pública y privada, sin habérmelos propuesto nunca por modelo, más parecida a la de éstos.
Comprendo más clara y fácilmente estas tres entidades políticas: progresistas, conservadores y retrógrados, que no el papel que en la práctica desempeñan los moderados.
Los progresistas dicen a la humanidad: "Anda, perfecciónate: "los conservadores: "Anda o no, que de esto no me ocupo, no atropelles las personas, ni destruyas los intereses existentes:" los retrógrados: "Retrocede, porque la civilización te extravía". Los unos quieren que el hombre y la humanidad se desarrollen, crezcan y se perfeccionen: los otros, admitiendo el desarrollo que encuentran, quieren que quede estacionario: los últimos, admitiendo también, aunque a más no poder, ese mismo desarrollo, pretenden que se reauzca de nuevo el germen.
Los conservadores, consintiendo el movimiento y regularizáadolo, serían la prudencia de la humanidad, si reconociesen la necesidad del progreso y en la práctica se conformasen con ir cediendo gradualmente; única condición, la de consentir en ser sucesivamente vencidos, que volvería sus aspiraciones y su misión legítimas, como lógicas y racionales; pero en la práctica nunca consienten en ser vencidos: los progresos se cumplen a pesar de ellos, y después de derrotas encarnizadas, y haciendo perder a la humanidad tiempo, sangre y riquezas: con solo conservar el estado de actualidad (statuquo) se convierten en retrógrados. Estos son unos ciegos voluntarios que reniegan la tradición de la humanidad y renuncian al buen uso de la razón.
¿Qué son en todo esto los moderados? Parece que deberían ser el eslabón que uniese a los puros con los conservadores, y este es su lugar ideológico, pero en la práctica parece que no son más que conservadores más despiertos, porque para ellos nunca es tiempo de hacer reformas, considerándolas siempre como inoportunas e inmaduras; o si por rara fortuna lo intentan, sólo es a medias e imperfectamente. Fresca está, muy fresca todavía la historia de sus errores, de sus debilidades y de su negligencia.
Los liberales se extienden en la teoría hasta donde llega su instrucción, y en la práctica hasta donde alcanza la energía de su carácter, la sencillez de sus hábitos, la independencia de sus lazos sociales o de sus medios de subsistencia. Nosotros no estamos bien clasificados en México, porque para muchos no estár definidos ni los primeros principios, ni arregladas las ideas primordiales; buenos instintos de felices organizaciones, más que un sistema lógico y bien razonado de obrar, es lo que forma nuestro partido liberal.
Nada más común que encontrarse personas que defienden el principio, y que en la aplicación teórica o práctica inciden en groseras contradicciones. Verdad es, que en el estado actual de la humanidad y bajo un punto de vista más genérico, pocas personas hay cuyo conjunto de ideas forme un todo razonable y consecuente; pero al menos en una sola serie de ideas, en los puntos prominentes se debían evitar las contradicciones.
¡Hay, sin embargo, liberales que creen que el hombre es más inclinado al mal que al bien, que el pueblo debe estar en perpetua tutela, que los fueros profesionales deben extenderse a todos los actos de la vida, que convienen los monopolios y las alcabalas, con otras mil lindezas de la misma estofa! Por otra parte, en todos los partidos hay buenos y malos, exagerados y simplemente entusiastas, moderados y tibios, atrasados y morosos.
Las mismas calificaciones de puros y moderados son presuntuosas e inadecuadas. La moderación y la pureza son dos virtudes: poseedas una ventaja, y despreciadas un extravío. ¡Cuántos moderados hay con pureza! ¡Cuántos puros con moderación! Aun en cada subdivisión de nuestro partido, aun en las subdivisiones mejor marcadas se encuentran todos los tintes. ¿Es acaso imposible en la política reunir una convicción bastante profunda para que muera sin transigir y bastante prudente para contenerse en límites racionaI. No, no, mil veces no. ¡Pobre del género humano si así fuese! No solo se encuentra esta feliz combinación, sino que es más común de lo que se cree. Todos los días se ven ejemplos de ella en la vida común.
Nada de esto, sin embargo, discutimos el Sr. Comonfort y yo (suplico se me perdone la disgresión); entendiendo cada uno lo que podía por puro o por moderado, el Sr. Comonfort quería que en el gabinete hubiera tantos de unos como de otros. Yo sostenía que puesto que ambos confesábamos que entre moderados y puros había alguna diferencia y puesto que debíamos de marcar más esa diferencia porfiando sobre ella, no se debía equilibrar el gabinete.
Yo decía: que toda colisión entorpece cuando no paraliza el movimiento: que en la economía del poder público, tal como ahora se entiende aún en un régimen constitucional, el ejecutivo es el movimiento, la acción: que en una dictadura, tal como la que por la naturaleza de las circunstancias íbamos a ejercer, el ejecutico debía ser todo movimiento y vida, si no quería suicidarse o perder la la ocasión de ser útil; que el equilibrio es justamente una de las ideas opuestas a la de movimiento, etc. No pudiendo convenirnos en las primeras horas de esa mañana, nos fuimos a ver al Sr. Presidente, quién oyó con benevolencia y calma el resumen de nuestras anteriores discusiones, y cuando me convencí que en la discusión nada adelantábamos y que no hacíamos más que repetirnos, dí las gracias al Sr. Presidente por su confianza, le aseguré que vista la imposibilidad en que me hallaba, renunciaba al honor de servirle, y pedido su permiso me retiré, dejándolo con el Sr. Comonfort.
Muy contento, satisfecho de haber salido a tan poca costa del compromiso en que me había puesto la confianza del Sr. Presidente, solo pensaba yo en pedir al consejo la admisión de la renuncia que pensaba hacer, cuando siendo ya tarde me avisaron que el Sr. Comonfort deseaba verme. Inútil es que repita cuanto volvimos a decir, explanamos ampliamente nuestras ideas, y varias veces rogué al Sr. Comonfort que fuese a avisar al Sr. Presidente que yo me excluía de todo participio en el nombramiento del ministerio, y que yo no sabía como explicarme.
Bien entrada ya la noche, habiendo el Sr. Comonfort oído me por la cuarta. o quinta vez, que estaba yo agotado que ya no sabía como variar la repetición de las mismas cosas que habíamos estado diciendo sobre mi ignorancia de la situación, sobre el equilibrio del ministerió, etc., me dijo que yo había vencido, a pesar de mi protesta de no pretender triunfo alguno; que desistía de sus sistema y de su candidato; pero que yo entraría al ministerio y éste se compondría de sólo nosotros cuatro.
Entonces, no pareciéndome ya decente resistir yo cuando se me cedía, me comprometí a servir los ministerios de relaciones y gobernación, y resolvimos ir a invitar a nuestros compañeros y a avisar al Sr. Presidente, terminando yo esta conferencia con estas o semejantes palabras: "Pues bien, seré ministro, aunque con gran riesgo de tener que dejar de serio dentro de poco."
Llamaba yo a esto riesgo, porque dos o más veces había yo explicado en los debates, que los que aceptasen las carteras debían hacerlo con el ánimo firme de permanecer al aldo del Señor Alvarez durante toda su administración, en razón de que la salida de cualquiera de los ministros desacreditaba al gabinete y daba por lo menos a pensar que algo malo había visto dentro de él, quien salía, cuando procuraba sacar a salvo su reputación.
Vimos a los Sres. Juárez y Prieto, quienes también nos resistieron con buenas razones. Yo no olvidaré nunca (y esta es buena ocasión para hacer constar el hecho, y con él mi gratitud perenne) que ambos señores, pero más cordialmente el Sr. Juárez, se resignaron a ayudamos, por ser Presidente el Sr. Alvarez, y nosótros quienes rogábamos y en cuya compañía iban a trabajar.
Avisado el Sr. Presidente, confirmó gustoso, según se dignó mostrárnoslo, el nombramiento que habíamos concertado. El Señor Comonfort nos aseguró, que había convenido con el Sr. Presidente que iría a México al siguiente día, y que era necesario que fuese ampliamente facultado para determinar lo que allí fuese preciso para el restablecimiento de la tranquilidad. Convenimos entonces en que cada ministro lo facultaría por su ramo, dudando todos, o al menos yo, de la regularidad que habría en delegar nuestras facultades.
Así marcho el día siguiente a la capital, teniendo yo la satisfacción de ver poco después que los temores sobre la situación de ella eran infundados, como lo había dicho a cuantos quisieron oírmelo. En efecto, antes de la llegada del Sr. Comonfort, ya se había entregado el mando al Sr. García Conde, garantía que pareció suficiente puesto que así continuó después. Nosotros creíamos que la permanencia del Sr. Comonfort sería de uno o dos días, y cuando supimos la pacificación anterior a su llegada, no dudamos que inmediatamente se volvería al Iado del Sr. Presidente.
Comenzamos pues, o a lo menos comencé yo, a escribirle en este sentido casi diariamente, exponiéndole los graves inconvenientes de su lejanía. Llegué hasta preguntarle en una carta si pensaba en organizar la República o en establecer dos gobiernos. Nada quiero decir de algunos de sus decretos, como la supresión de la orden de Guadalupe, cuya urgencia no comprendo todavía.
Estando en México, pensó en hacer ir allá al Sr. Prieto, lo que resistimos constantemente. Por fin, vino y lo recibimos con el gusto y cordialidad que debíamos. En la misma noche del día de su llegada mostraba al Sr. Juárez una carta recibida de México y escrita por el Sr. García Conde. Cuando yo entré inmediatamente me la hizo leer. Confieso que su lectura me hizo muy desagradable impresión. En ella se pintaba como peligrosísima la situación de México, y el Sr. García Conde no le veía más remedio que, la inmediata vuelta del Sr. Comonfort.
Cuando terminé la lectura; arrojé la carta sobre la mesa, diciendo: "Me parece muy torpe."El Sr. Comonfort, sin embargo, hizo valer la autoridad de quien la escribía, y el abismo a cuyo borde estábamos, concluyendo con la necesidad de volverse luego. El tiempo nos confirmó que ni el mal era como a algunos parecía, ni el remedio eficaz el que se quería aplicar, pues el enfermo se curó por sí solo.
Unánimemente nos opusimos a este segundo viaje, declarando, como un ultimstim de nuestra parte, que de no volver todos juntos, ninguno iría, y resolvimos: que siendo el Sr. Comonfort la persona de más confianza con el Sr. Presidente, emplease todos sus esfuerzos pára resolverlo a ir cuanto ántes a la dizque peligrosa ciudad. Recuerdo que, entre otras cosas, dije al Sr. Comonfort: "¿Cómo, señor, se asusta cuando le dicen que hay un toro de petate, usted que ha batido al lobo rabioso cuando tenía las garras afiladas?"
En la mañana del día siguiente y muy temprano nos reunimos de nuevo, y el Sr. Comonfort nos dijo: que investido como estaba del doble carácter de ministro de la guerra y de general en jefe consideraba que sus obligaciones eran diversas e incompatibles por las circunstancias: que su investidura de general en jefe lo hacía responsable de la tranquilidad pública: que no sabría que responder a la nación, si aquella se viese perturbada, pudiendo probársele que en mano había estado conservarla: que por eso, y reservándose esta investidura, renunciaba la cartera de la guerra para quedar más expedito y volver a México, porque así creía que podrían sus servicios ser más útiles a la revolución.
Luego que concluyó su exposición, dejando mi asiento, le supliqué dijera cuales eran los síntomas que en nosotros advertía, capaces de hacerle juzgar imposible su permanencia en nuestra compañía. "Hablo de síntomas, dije, no de hechos, porque, ¿qué hemos hecho durante la ausencia de usted que de tal modo merezca tan severa reprobación, o qué le impedía seguir con nosotros "Nada hemos hecho, nada de sustancia, aunque he juzgado estos los momentos más preciosos: nada, temiendo encontrarnos en contradicción con el gobierno que usted iba estableciendo en México. Y usted ¿qué ha hecho en punto a soldados?
No lo sé, ni quiero saberlo, porque su ramo usted lo desempeñará como sepa. Pero en esto no es tal mi torpeza que ignore que usted comenzó su reforma por una ley insuficiente de desertores, cuando habíamos hablado, y aun puedo decir convenido, pues que no lo contradijo usted, que por tal ley de desertores y amplísima debía acabarse tal arreglo. Simples trámites y medidas sin trascendencia han sido nuestros actos.
El nombramiento de gobernadores, puntos sobre el que urgía la opinión pública, lo he consultado con usted, mandandole mi proyecto a México, y aún está pendiente, porque usted tiene la ciencia de hechos que deseo aprovechemos. . .
¿Qué es, pues, lo que obliga a usted a renunciar el ministerio? Y qué debemos esperar sus compañeros, para mañana, para de aquí a ocho días, para después que habrá llegado el caso de tomar medidas sin consulta ni venia de usted, y que por desgracia para nuestra paz, le parezcan desacertadas? (Desde este momento conocí que yo estorbaba y dudé un instante si convendría esperar a que me echaran). Sería yo quien renunciara, pues que no soy aquí sino intruso. "
Continuación...
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