Epigmenio Ibarra
No soy un opositor profesional. No me paso la vida siguiendo los pasos del gobernante en turno para encontrar sus errores y reseñar sus despropósitos, tampoco estoy empeñado en una confrontación ideológica sin cuartel contra el panismo y sus representantes o contra cualquier otra corriente política. Las banderas ideológicas –ya lo he escrito muchas veces- se destiñen con la sangre. He visto tras largos años de guerra a los más acérrimos enemigos darse un abrazo y apostar juntos por la reconstrucción de su país. También los he visto, aun derrotados y hundida su patria en la debacle, empeñarse en la matanza por aferrarse a lo que ellos llaman sus “ideales” y que son, en rigor, sus prejuicios ideológicos.
Desde que cayó el muro de Berlín me he movido en un mundo donde la izquierda se quedó huérfana y en el que, tantos años después, aun no resuelve ni su problema de identidad ni el rumbo que habrá de seguir y donde tampoco encuentra, bien a bien, la manera de comunicarse con la gente porque no tiene claro lo que quiere comunicar. No tengo, por otro lado, un afán persecutorio porque no me considero poseedor de la verdad absoluta y creo finalmente en las reglas del juego democrático; donde puede ganar las elecciones –por un voto apenas- un candidato que no sea de mi preferencia sin que eso signifique necesariamente que todo lo que haga o deje de hacer esté mal. Por mí, por mis hijos, deseo ardientemente un México distinto; más justo, más libre, más democrático, más equitativo.
Si en su construcción juega un papel protagónico un adversario ideológico; bien por él, bien por el país. Me habría encantado –así se lo manifesté en su momento a Santiago Creel a quien me encontré, allá en julio del 2000, triunfante en un restaurant- que Vicente Fox hubiera cumplido y con éxito su tarea. Le expresé entonces con sinceridad mis mejores deseos.
Trabajé activamente para impedir la victoria de Fox, siempre lo consideré un charlatán peligroso, un gerente avezado en el comportamiento frente a las cámaras, pero no fui tan loco –una vez que se produjo su victoria- como para, en un gesto de mero revanchismo ideológico, desearle que se hundiera y arrastrara con él al país; lo que desgraciadamente sucedió.
Asumía Fox el poder en el 2000 con la esperanza de millones de mexicanos a cuestas. Desear su fracaso hubiera sido una traición y un suicidio. Recuerdo bien como Carlos Payán me consoló aquel 2 de julio diciéndome: “Al menos nos sacudimos la lápida de los gobiernos priistas. No me imaginé jamás llegar a ver la caídadel régimen autoritario”.
Luego del duelo terminé sintiéndome; más allá de la derrota de mi candidato –el Ing Cuahutémoc Cárdenas- ligero y esperanzado. Pero Fox falló. Peor que eso, Fox traicionó a los millones de mexicanos que votaron por él y a los otros muchos millones que no votamos por él pero participamos en la contienda electoral y por tanto, de alguna manera, le extendimos un mandato que no cumplió. No es nada personal pues lo que tengo contra ese señor. El suyo es un agravio intolerable; un agravio contra la nación que no puede quedar impune.
Otro tanto me sucede con Felipe Calderón. No me interesa en absoluto que fracase en su gestión. No quiero que se equivoque en la lucha contra el narcotráfico y entregue, como lo hizo Fox, el territorio nacional al crimen organizado. Tampoco quisiera que fracasaran sus planes de salud o los de educación pública. No sigo los pasos de la política exterior de su gobierno sólo para constatar su sumisión frente a Washington. No vivo pendiente de sus errores, ni cazando sus gazapos, ni considerando que todo lo que hace –por el hecho de que es él quien lo hace- esta necesariamente mal. No, no tengo nada personal contra el señor.
El problema es que no puedo considerarlo Presidente de México. No puedo hacerlo porque el señor no ganó a la buena y por tanto haga lo que haga la legitimidad de su mandato estará en duda siempre. Cumplirá pues Felipe Calderón cien días en el cargo; luego doscientos y luego otros cientos más hasta terminar su sexenio. Desatará, ya lo está haciendo, un formidable aparato de propaganda para borrar de la memoria colectiva su pecado original.
Habrá con seguridad mexicanos a los que el hartazgo, el tiempo, el impacto de la propaganda les haga olvidar; a mi no, yo tengo memoria de elefante. Y no es nada personal contra el Sr. Calderón es sólo la convicción, la necesidad de resistir, de resistirse a aceptar que la democracia, esa que deseamos todos, se cimienta en la conformidad, en el olvido de los agravios cometidos contra ella.