Concierto en desconcierto
La de Pemex es una profunda desdicha mexicana. Fue una gesta histórica la expropiación de las empresas extranjeras, y la creación y puesta en marcha de una empresa nacional y su ulterior expansión, realizadas en una atmósfera internacional que auguraba su seguro fracaso, porque “no contábamos con la tecnología, ni los técnicos capaces de sostener su operación y crecimiento”.
Pero fueron también mexicanos quienes la convirtieron en una fuente de corrupción inconmensurable, en un botín de políticos y sindicalistas, y en un pretexto inefable para jamás realizar la reforma hacendaria que el país ha estado esperando hace casi medio siglo.
A pesar de la tendencia permanente al alza de los precios internacionales del crudo, Pemex ha sido mantenida en un curso que la encamina hacia un despeñadero del que no saldría en las actuales condiciones. La situación de Pemex no puede ser presentada como catastrofista porque la de Pemex es una situación catastrófica.
Todo lo hace la clase política por ahora bajo unos términos que parecen buscar la imposibilidad del acuerdo, o el peor de los acuerdos posibles, en términos de la posible respuesta social.
La semana pasada escribí en este espacio un artículo apoyándome en un resumen ejecutivo publicado por la página de la Presidencia de la República. Después fue presentado un diagnóstico por la secretaria Kessel y el director de Pemex. Una base común sobre la catástrofe es necesaria para poder eventualmente crear acuerdos. Unos días después una iniciativa fue entregada al Senado al cuarto para las 12 del presente periodo ordinario de sesiones, y consta de un conjunto de reformas a cinco ordenamientos legales –y aún falta el de la reforma fiscal al régimen de Pemex–, que se aleja varios kilómetros de los criterios contenidos en el resumen ejecutivo.
Aunque nada sabemos de los posibles compromisos del PRI con el gobierno, este partido tiene razón al alegar que 17 días son insuficientes para analizar todas las significaciones e implicaciones de la iniciativa. En el ínter, un gobernador priísta, que sintomáticamente pidió quedar en el anonimato, ya extendió una mano exigente que dice que sin la participación de los gobiernos estatales priístas en los recursos ordinarios y extraordinarios de Pemex, no hay reforma. ¿Ahí termina la posición priísta?
Por lo pronto la iniciativa presidencial produjo un concierto de mil voces discordantes. Para Cuauhtémoc Cárdenas es un atraco constitucional; para diversos empresarios, una reforma light; para el PAN, la reforma posible; para Beltrones, una “reforma que no cualquier tintorería plancha” (¿?), y un larguísimo etcétera.
México es, en sus leyes, una democracia representativa. Corresponde al Congreso de la Unión decidir cuáles han de ser las leyes que nos rigen. Aun no siendo una democracia participativa –ni el referendo ni el plebiscito están previstos en la ley, por ejemplo–, puede el propio Congreso organizar una consulta nacional como la que se hizo previa a la aprobación del TLC, aun cuando nadie sabe cuánto de los dicho por los consultados fue a parar al tratado. De modo que en 17 días es imposible cubrir mínimamente una consulta democrática y llevar a cabo un debate profundo.
La reforma de Pemex propuesta por el Ejecutivo requeriría una reforma profunda de la Constitución; sin embargo, se ha hecho una por la cual se busca cómo eludirla. Es imposible entender por qué se hizo una propuesta tan obviamente fuera de lugar en términos constitucionales, como si nadie fuera a darse cuenta. Sería igualmente imposible entender a un PRI haciéndose el haraquiri aprobando una reforma tan obviamente anticonstitucional. Es igualmente imposible entender por qué el Ejecutivo quiere compartir con el capital privado nacional y con el extranjero parte la renta petrolera y, acaso, parte de las reservas de la nación, cuando reservas y renta petrolera pueden ser íntegramente una palanca del desarrollo nacional. La reforma es francamente un asombroso misterio.
La de Pemex tiene que ser una reforma audaz, no conservadora, que la capacite para competir eficientemente con las poderosas empresas públicas y privadas con las que se enfrenta en el mercado mundial. Pemex tiene que allegarse todos los medios necesarios para aumentar las reservas probadas de la nación y para aumentar su producción y su productividad, tanto del crudo como de los productos que resultan de la petroquímica básica. No hay razón a la vista que pueda justificar que, para lograrlo, Pemex, y el país, deban permitir que una parte de la renta petrolera deba ser apropiada por el capital privado mexicano o extranjero.
Pemex debe contar con todos los instrumentos necesarios para moverse con la libertad que lo hace cualquier empresa. Ello implica que empresas de todo tipo deberían poder realizar negocios con Pemex. Todo ello es normal en cualquier empresa. Pero el acceso a nuestras reservas o a la apropiación de alguna parte de la renta petrolera, sus excedentes financieros, deberá quedar al servicio de la capitalización de la empresa y al servicio del desarrollo nacional.
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