Editorial
Resistencia con causas
En menos de dos días, la iniciativa de reformas enviada el martes por el Ejecutivo federal al Senado, con la que el grupo en el poder pretende legalizar y ampliar la inversión privada en la industria petrolera, generó acciones de resistencia que expresan el sentir de amplios sectores de la sociedad en torno a la necesidad de preservar íntegramente el carácter nacional de los yacimientos de hidrocarburos y los procesos de prospección, extracción, refinación y transporte del petróleo.
El descontento, que se expresa tanto en los salones de plenos de las cámaras legislativas como en las calles, no se origina únicamente en el empeño calderonista por entregar a particulares segmentos enteros de la industria petrolera, sino también en las argumentaciones falaces y las maneras antidemocráticas empleadas por el gobierno federal para imponer una privatización a la que ni siquiera se atreve a llamar por su nombre, y para eludir un debate que de antemano tiene perdido.
El discurso oficial ha sido incapaz de concebir un solo argumento verosímil para justificar el empecinamiento privatizador. El presunto “tesoro de las aguas profundas” no es la única vía posible para sostener o incrementar la producción de crudo y la tecnología para ello puede obtenerse por vías que no impliquen cesión de atribuciones constitucionales exclusivas de la nación; las formas presentadas en la iniciativa para “fortalecer a Pemex” son en realidad, a la vista del sentido común, estrategias para debilitar a la paraestatal; por lo demás, resulta insostenible el alegado propósito oficial de emplear la renta petrolera en el desarrollo nacional y en el combate a la pobreza, pues nada garantiza que la actual administración –cuyo principal funcionario fue secretario de Energía de la anterior– no vaya a dilapidar o a desaparecer los recursos derivados de las exportaciones de crudo, como hizo el foxismo.
Asimismo, el aserto gubernamental de que la iniciativa de reforma energética “no implica la privatización de Pemex” es una trampa argumental adicional, pues el propósito real es mucho más grave y cuestionable: lo que se pretende privatizar, en principio, son funciones sustanciales de la empresa, la cual iría reduciéndose, de prosperar el intento, hasta ser una suerte de agencia que repartiría contratos, y ni siquiera al mejor postor, sino, previsiblemente –por algo la iniciativa busca ampliar los márgenes de discrecionalidad y el ámbito de las adjudicaciones directas–, a los consorcios con mayor capacidad de cabildeo, presión política y compra de funcionarios públicos.
Tales subterfugios han puesto sobre la mesa, así sea en forma involuntaria, el verdadero sentido en el que debe desarrollarse la discusión sobre el futuro de nuestra industria petrolera: antes incluso de analizar si es conveniente transferirla, en todo o en partes, a manos privadas, debe someterse a la consideración de la sociedad si es correcto que la administración pública financie sus propias ineficiencias, sus dispendios y su corrupción con cargo a la factura petrolera, y si no resulta pertinente, en cambio, exigir a los gobernantes que establezcan una recaudación fiscal eficiente y justa y empiecen a desempeñarse con probidad, productividad y un espíritu de verdadera austeridad republicana.
Más allá del empeño oficial por confundir a la opinión pública –y de las campañas mediáticas, particularmente televisivas, lanzadas en horas recientes para criminalizar la protesta social y atizar contra ella ánimos de linchamiento–, el grupo en el poder ha pretendido operar su intento de desnacionalización petrolera con un estilo característico: a espaldas de la sociedad, y en los márgenes de una legalidad que se justifica a sí misma con el cumplimiento del estricto formalismo y con el sello de recibido en los documentos, es decir, de la misma manera en que instauró la actual presidencia.
Fieles a ese estilo, los gobernantes en turno han tratado por todos los medios posibles de evitar el debate nacional en torno a una reforma que a todas luces lo amerita y lo exige, porque lesiona uno de los principios de base del México contemporáneo y vulnera, con adulteraciones a leyes secundarias, el texto constitucional.
“Lo que ocurra en el Congreso para nosotros es lo relevante”, dijo anteayer Juan Camilo Mouriño, en un intento por descalificar las movilizaciones populares en rechazo a la privatización parcial de la industria petrolera.
Se equivoca rotundamente: ante un tema de tal trascendencia, lo relevante es lo que ocurre en el país (que es lo que explica los sucesos de ayer en ambas cámaras), y uno de los puntos medulares de la presente coyuntura es la exasperación de diversos sectores nacionales ante el ensayo de una privatización que coronaría, de salir avante, el largo ciclo de transferencias de lo público a lo privado, que se inició hace cinco lustros y que ha dejado una pavorosa secuela de depredación, de corrupción y, a la postre, de desintegración nacional. A ese estado de ánimo debe añadirse el agravio causado por un ejercicio insensible, tramposo y arrogante del poder público. Tales son, en última instancia, los combustibles que alimentan la resistencia a la privatización.
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