El valor superior
Mauricio Merino El Universal Miércoles 12 de marzo de 2008
Es muy probable que los contratos suscritos por Juan Camilo Mouriño como apoderado legal de las empresas de su familia hayan sido perfectamente legales. Pero el mensaje ético y político que este episodio está enviando a la sociedad mexicana es de todos modos inaceptable, pues no está en juego el derecho de un empresario a ganar dinero ni el de un profesional a ejercer su oficio, sino la autoridad moral del secretario de Gobernación que es responsable de conducir las relaciones políticas del Ejecutivo y que, entre otras cosas, tiene en puerta la negociación de una reforma energética.
Se puede decir, con toda razón, que la divulgación de los famosos contratos tuvo el propósito perverso de anular la capacidad de maniobra del secretario de Gobernación y de poner en tela de juicio, de paso, la honestidad del equipo que rodea al Presidente. Se puede decir que se trata de una jugada orquestada por los partidarios de López Obrador para impedir la reforma energética. Se puede insistir en que la descalificación de Juan Camilo Mouriño es injusta, mientras no se pruebe ante tribunales que efectivamente abusó de los cargos públicos que tuvo para obtener beneficios privados.
Y se puede repetir hasta el cansancio que todas las decisiones tomadas hasta el día de hoy han sido perfectamente legales. Pero ya no se puede ocultar el negocio que revelaron los contratos suscritos, ni los intereses que representó entonces el ahora secretario de Gobernación. Alegar la legalidad de esas operaciones podrá salvar la honra de la persona, pero no resolverá la pérdida de autoridad del servidor público.
Para todo efecto práctico, el golpe asestado al secretario de Gobernación ocurre en un entorno político polarizado y en un ambiente social poblado de desconfianza. Si la razón principal que ha sostenido López Obrador para oponerse a la reforma energética es que, desde su punto de vista, ésta quiere privatizar las ganancias de la renta petrolera con el aval del gobierno, resulta devastador advertir que el negociador más importante de esa reforma fue el apoderado legal de empresas dedicadas a hacer negocios con el petróleo. Si esos negocios fueron legales o no, o si el ahora secretario de Gobernación utilizó su influencia política para favorecer a las empresas de su familia, resulta ya secundario. El hecho indiscutible es que el secretario de Gobernación hizo negocios en el sector energético y que su familia los sigue haciendo, aunque sus activos hayan disminuido. ¿Con qué autoridad moral puede defender el interés público un funcionario que tiene intereses privados en el mismo sector? Probablemente no sea ilegal, pero es éticamente contradictorio.
La confianza es un bien que se acumula con lentitud y se pierde muy rápido. Y el país está plagado de ejemplos de funcionarios que se han beneficiado a manos llenas de sus influencias políticas. La lista es tan larga como la historia de nuestros gobiernos.
De modo que en México tenemos una amplia predisposición, ganada a pulso y largamente documentada, para creer que las grandes fortunas privadas se han hecho gracias a las relaciones y los favores personales entre empresarios y gobernantes. Y muy en particular, las que han reunido los parientes de los funcionarios de mayor jerarquía política. Los casos más recientes y más lamentables son, por supuesto, los de Raúl Salinas de Gortari y el de los hijos de Marta Sahagún. Pero hay muchos más, cuya conducta siempre se ha defendido alegando la legalidad de sus actos: fortunas acumuladas al amparo de procedimientos legales, pero protegidas también por el poder político.
No se puede afirmar en definitiva que sea el caso de la familia del secretario de Gobernación, ni tampoco que éste haya influido en algún momento desde el gobierno para incrementar el capital de las empresas que fueron suyas. Es cierto que todo eso tendría que probarse mediante investigaciones formales. Pero la acción política reclama mucho más que un largo juicio para establecer la frontera entre los negocios privados y la influencia pública.
Si el secretario de Gobernación ya tenía una tarea formidable para asentarse como un interlocutor válido entre poderes, gobiernos y partidos, y ya tenía que remontar su falta de experiencia en la vida política del país y sobreponerse a la polarización planteada por quienes desconocen la legitimidad del gobierno, ahora tendría que añadir la prueba de su honestidad personal.
De la defensa de las causas del gobierno de Calderón y de la confección de una ruta exitosa de negociaciones políticas habría pasado repentinamente a los alegatos en defensa propia. Y si el gobierno ya tenía problemas de sobra para operar la agenda quebrada de la política, ahora tendrá que sumar una estrategia eficaz de control de daños para evitar que las dudas sembradas sobre el comportamiento de su operador principal acaben minando sus propios márgenes de actuación. Y nada de esto tiene que ver ya con la legalidad de los negocios de la familia Mouriño.
La mezcla entre los negocios privados y los asuntos públicos ha sido la causa de casi todos los escándalos que conoce la historia política, dentro y fuera de México. Y por eso sabemos que una vez que el escándalo estalla, la prueba de la honestidad personal no hace más que alargarlo.
Sin embargo, si el gobierno opta por hacer la vista gorda y apuesta por el alivio que otorgan el tiempo y la desmemoria, sus enemigos se encargarán sin duda de mantener el asunto vigente como prueba inequívoca de complicidad. En este sentido, la bomba que colocó López Obrador no podrá desmantelarse sin más mediante un nuevo intercambio de acusaciones. Esta vez ya no se trata de una guerra de campañas sucias para ganar elecciones, sino de la capacidad del gobierno para resolver los problemas públicos del país, con autoridad moral y política suficiente.
La polarización que le sirvió a Felipe Calderón hace dos años para remontar las preferencias electorales hoy serviría mucho más a sus adversarios. El valor superior es la ética pública, no la legalidad de los contratos firmados.
Profesor investigador del CIDE
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