lunes, 21 de junio de 2010


¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi?
Elena Poniatowska

¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi? Tú eres el enfrentamiento más lúcido al autoritarismo presidencial, el enfrentamiento más lúcido a las actitudes absurdas cuando no corruptas de las dos cámaras, el enfrentamiento más lúcido a los abusos del poder, la denuncia más ingeniosa y persuasiva de las actitudes y del lenguaje de los políticos, tú nos has hecho brindar contigo y sonreír con tu Por mi madre bohemios, que tiene tantos años de vida. Tú eres el enfrentamiento a nuestra clase política y a nuestra clase empresarial, tú confrontas decisiones y declaraciones tramposas e irreales y te indigna que nuestros tiempos sean los de la impunidad.

Tu mensaje esencial es el de la pérdida de majestad del poder presidencial, tu mensaje esencial en 1985, durante los dos terremotos, fue enseñarnos que a la hora de la desgracia podíamos organizarnos solos y hacerlo con más nobleza y más eficacia que ninguna instancia en dar como lo hicimos, si corríamos nosotros la suerte de todos, si corríamos a buscar picos y palas a la tlapalería, tu mensaje fue ennoblecernos y hacer que creyéramos en nosotros mismos, porque tú eres la nobleza misma, el compromiso mismo, la defensa de los derechos humanos, la indignación y el llanto en Acteal, la frase que alguna vez exclamaste tú que jamás, jamás decías groserías: ¡Ahora sí que no tienen madre!

¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi? ¿Cómo vamos a entendernos? ¿Cómo vamos a comenzar el día sin tus llamadas telefónicas? ¿Cómo sin tu risa entrañable? A todos nos dabas algo temprano en la madrugada y amanecíamos con tus consejos, tus críticas, tu bárbara e inconmensurable información.

Ya a las siete habías leído todos los periódicos pero también, Monsi, habías leído todos los poemas, habías analizado todas las noticias, pero también habías escrito tu “Nuevo catecismo para indios remisos”, ya a las ocho de la mañana tenías una idea muy clara de hacia dónde se encaminaba el gobierno, qué nueva felonía nos esperaba pero sonreías porque habías salvado con un solo telefonazo a un gato o a un perro o a un toro o a un niño o a una mujer o a un muchacho desbalagado en esta vida entre el Metro Portales y el Villa de Cortés.

¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi, cómo vamos a seguir? Nunca entendimos cómo pudiste estar en tres o cuatro lados al mismo tiempo. Tu don de la ubicuidad abarcaba la pintura, la poesía, el humor, la crítica, la lucha por la justicia, el amor a los demás. Tu don de ubicuidad y tu capacidad creativa –incomprensible para mí– te hizo recoger lo más bello de México para fundar museos y hacer libros, porque antes que el del El Estanquillo, que todos llamamos Monsiváis, hiciste otras colecciones, otros museos, investigaste en otros archivos, recuperaste a Leopoldo Méndez y a todo el Taller de Arte Popular, luchaste con ellos contra el fascismo como luchaste al lado de los moneros, de Gabriel Vargas y La Familia Burrón, de Rius, de El Fisgón, de Hernández, de Rocha, de Ahumada, de Naranjo, que ahorita ha de estar mirando incrédulo la pared de enfrente, en su restirador.

Si la sociedad que se organiza, si el cine mexicano, si la trivia, el pudor y la liviandad, si los movimientos sociales son tus grandes temas, el Movimiento Estudiantil del 68 es el que nos atañe a todos, es la punta de flecha del cambio que tú buscas, el de la protesta popular y el de la resistencia civil.

Luchaste como nadie contra la desinformación, viajaste por todo el país, ibas de Oaxaca a Hermosillo, la frontera para ti, Tijuana, Ciudad Juárez, Laredo, fueron ciudades que te brindaron algunas de tus grandes emociones y tus grandes preocupaciones. Fuiste consulta obligada, fuiste pilar del Proceso de don Julio Scherer García y fuiste un observador muy atento de la la lucha contra el narcotráfico y un defensor absoluto del Estado laico. En cambio, te sorprendió y te alegró que los mexicanos demostraran en el Zócalo su respeto por sí mismos y su posibilidad de nacer de nuevo y ser otros al posar desnudos frente a Spencer Tunick.

¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi? Aquí caminamos a tu lado, sonreímos contigo, cantamos contigo, a ti te gustaba cantar y eras muy entonado, te gustaba reírte y reír contigo nos hacía sentirnos casi dioses. Aquí nos tienes a todos desolados y conmovidos, aquí nos tienes destanteados, aquí nos tienes dolidos hasta la médula preguntándote: ¿por qué nos hiciste eso? Y si nos hiciste eso, ¿por qué no nos preparaste mejor?

Aquí están doña María, Bety y Araceli y Marta Lamas y Jesus y Raquel y Chema y Lilia y Jenaro y Alejandro y Rolando, y Neus y Cheli y Julia y Sabina y Javier y Braulio y Margo y Alejandra y Enrique, y no está Bolívar porque se te adelantó, a lo mejor lo vas a ver, a lo mejor abrazas a Saramago, con quien viajaste a Chiapas en los noventas. A la que sí vas a ver, seguro, es a doña María Esther, que supo educarte como a nadie, que te hizo leer la Ilíada desde muy niño, que te enseñó la biblia de memoria, que te hizo pensar como piensas ahora, con esa inmensa inteligencia que a todos nos deslumbra.

¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi? Tú nos abriste puertas a otros mundos, a un mundo raro como ironizarías en este momento, tú te lanzaste antes que nosotros, tú defendiste las causas de los más indefendibles en el sentido de que nadie los cuida, tú nos abriste puertas antes impenetrables. Soy una señora de 78 años, con 10 nietos tras de mí, y quiero decirte que nada en los últimos meses de tu enfermedad me ha conmovido tanto como el amor que te tiene Omar. Su dolor te honra, su entrega es tu trofeo y a mí me hace entender lo que significa la existencia real del amor sin límites, el amor que no tiene fronteras sexuales y ese amor me enaltece como enaltece a todos los movimientos de reivindicación o de identidades diversas en mi país, en tu país, en el país de todos nosotros que estamos aquí de pie a tu lado, caminamos a tu lado y vamos a seguir, juntos codo a codo denunciando lo que tú denunciabas y celebrando la congruencia, la ironía, el compromiso, el clamor por la transparencia, el No sin nosotros de 1996 y el Nunca más un México sin nosotros de los indígenas de Chiapas.

¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi? Tus causas serán nuestras causas, tu defensa de las minorías, nuestra defensa, no seremos estatuas de sal, somos, eso sí, tus amores perdidos, pero tú siempre serás el gran amor que enaltece y que todos buscamos en la vida.

¿Qué va a hacer México, sin ti, Monsi?


JornadaPortada

domingo, 20 de junio de 2010

Carlos Motemayor



El Premio Nacional de Ciencias y Artes 2009 murió ayer tras ardua lucha contra el cáncer

Carlos Montemayor deja una vida de creación y compromiso

Su pasión por el habla castellana e indígena lo llevó a ser parte de la Academia Mexicana de la Lengua

Como articulista de este diario cumplió el compromiso de contrastar las versiones oficiales sobre la realidad social

El poeta también desarrolló como tenor su pasión por la música


El escritor Carlos Montemayor, premio Nacional de Ciencias y Artes 2009, falleció, tranquilo y sin sufrimiento, este domingo a las 3:35 de la madrugada, luego de ardua batalla contra el cáncer que lo aquejó los últimos meses. Estuvo siempre acompañado por su familia: Susana de la Garza, esposa; Victoria, Alejandra, jimena y Emilio, sus hijos.

De acuerdo con sus deseos, no se realizaron funerales, fue cremado ayer mismo y sus cenizas llevadas por la tarde a la Academia Mexicana de la Lengua, donde recibió una emotiva despedida de colegas, amigos, familiares y, sobre todo, de aquellos que compartieron con él sus ideales.

Escritor, ensayista, poeta, tenor, puntual crítico de la política social y cultural del país, nació el 13 de junio de 1947, en Parral, Chihuahua, donde desde la infancia cultivó gran amistad con escritores como Víctor Hugo Rascón Banda (1948-2008) e Ignacio Solares, quien suele recordar la anécdota de un pulcro niño Montemayor que llegaba a jugar con ellos, con un par de relucientes pistolas de juguete, negándose a hacer pasteles de lodo y pidiendo en cambio: ¿no tienen un poco de ese material masticable que tienen en la boca que me conviden?, en lugar de chicle.

Este cuate seguro será académico de la lengua, bromeaban entonces sus amigos. No se equivocaban. Su pasión por la sonoridad no sólo del habla castellana, sino de los diversos idiomas indígenas de América, llevó al ensayista a ocupar un lugar en la Academia Mexicana de la Lengua, en la Real Academia Española y a ser un incansable promotor de la poesía maya, zapoteca, náhuatl, guaraní y totonaca, entre otras.

Referente de análisis social

Estudió la licenciatura en derecho y la maestría en letras iberoamericanas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Posteriormente se inscribió en estudios orientales en El Colegio de México.

Fue catedrático en la Universidad Autónoma Metropolitana. Su vocación por difundir sus hallazgos literarios lo llevó a publicar en la revista El Tiempo; en Diorama de la Cultura, del periódico Excélsior, en Revista de Bellas Artes, y en Revista de la Universidad de México.

Sus novelas, crónicas y ensayos acerca de diversos movimientos sociales son referente para analizar el contexto y la actualidad en torno a fenómenos como las guerrillas y los levantamientos indígenas. Entre esos títulos se encuentran: Chiapas, la rebelión indígena de México (1998); La guerrilla recurrente (1999); Rehacer la historia (2000).

En cuentos como Las llaves de Urgell (1971), Premiá (1983), Diana (1990), y en ensayos como Los dioses perdidos (1979) y El oficio literario (1985), aborda de manera puntual la vida y problemáticas indígenas.

En 1980 Carlos Montemayor, también amante cultivador del bel canto, se sintió fascinado por la dimensión cultural, política y social de las lenguas indígenas, en las que descubrió similitudes tanto métricas como vocales con el griego clásico.

Para mí fue deslumbrante, pues en lugar de hacer deducción teórica me permitía enfrentarme con lenguas vivas, por ejemplo el zapoteco, una de las más melódicas y musicales por sus estructuras tonales y silábicas, expresó en diciembre pasado en entrevista con La Jornada.

En aquellos años, el narrador participó en el proyecto que tenían en la Dirección General de Culturas Populares (dependiente de la Secretaría de Educación Pública) respecto del trabajo en comunidades indígenas.

En 2007, el Fondo de Cultura Económica publicó el primer volumen de sus Obras reunidas, en el cual se incluyen dos de sus novelas más emblemáticas: Guerra en el paraíso (1991) y Las armas del alba; en la primera narra las vicisitudes de Lucio Cabañas.

Activista y luchador

Cuando joven, Carlos Montemayor presenció en su natal Chihuahua la fuerza de un movimiento campesino que se extendía por todo el estado y que abarcaba algunas zonas de Durango y Sonora. La mayor parte de los líderes campesinos eran de la sierra; algunos, profesores normalistas rurales que trabajaban muy activamente en la gestión ante las autoridades de la Reforma Agraria, relató a este diario.

Agregó que “a principios de los años 70 algunas compañías privadas dieron inicio a una serie de despojos de tierras que provocó la reacción inmediata de los campesinos y paulatinamente la conformación de una fuerza organizada. El mayor contingente formó parte de la Unión General Obrero Campesina de México, que en ese momento dirigía Jacinto López.

“Estas movilizaciones en defensa de predios y contra las invasiones fueron creando un clima de tensión social muy importante en Chihuahua. Cuando era adolescente, en Parral y en la regiones cercanas a mi ciudad, llegué a conocer el movimiento.

“Cuando me fui a estudiar a la Universidad de Chihuahua, entré en contacto con los cuadros políticos y frentes campesinos que me permitieron conocer más de cerca este proceso social. En esa época varios amigos míos, muy jóvenes, se radicalizaron y tomaron las armas.

“Ellos constituyeron el primer movimiento guerrillero en México después de la revolución cubana. Desarrollaron varias acciones, que narró en Las armas del alba. La acción armada más notable de ellos ocurrió el 23 de septiembre 1965; esa mañana intentaron tomar por asalto el cuartel militar de Ciudad Madera.

“Desde hacía más de un año yo radicaba en la ciudad de México, por lo que desconocía que ellos habían entrado en la clandestinidad. Cuando me enteré del ataque y vi las fotos de algunos cadáveres de mis compañeros me sacudí, pero sobre todo, me estremeció el tipo de información oficial sobre ellos: los trataron de gavilleros, de delincuentes, de pistoleros, de robavacas.

Eso fue lo que más me afectó, porque a mí me constaba su honestidad, su limpieza, su integridad, su militancia, su generosidad. Esta impresión de cómo una versión oficial puede destruir tan brutalmente la verdad de la vida humana me marcó para siempre.

Así surgió el compromiso de Montemayor de contrastar las versiones oficiales con las realidades social y humana, tanto como analista político en artículos publicados los años recientes en La Jornada, y como investigador e historiador.

El también traductor se definía como especialista en cuestiones clandestinas, también por su interés en la cultura clásica, latinista y helenista, temas que no le interesan a nadie, pero que están en el subterráneo de nuestra cultura occidental. Las cuestiones indígenas son también algo oculto y subestimado, y los movimientos guerrilleros están también en el subterráneo de la conducta social, de manera que puedo decir que tengo vocación por la clandestinidad, cultural, literaria y social.

Como activista político y luchador social jugó un papel relevante. En este ámbito, su más reciente participación fue como integrante de la extinta Comisión de Mediación entre el gobierno federal y el Ejército Popular Revolucionario, para investigar el paradero de dos desaparecidos políticos.

Sus últimas obras

En diciembre recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Literatura y Lingüística. A falta de un discurso oficial de los galardonados, la prensa rodeó durante la premiación a Montemayor para que hiciera un breve diagnóstico sobre el clima social y político que vive el país.

El escritor respondió: México vive en un estallido constante, en el que la pobreza, la inestabilidad, el desempleo, la desnutrición, el crimen organizado están armando un país indeseable para todos; en 2010 solamente pueden empeorar las cosas.

–¿Prevé alguna alianza entre fuerzas criminales (el narco) con grupos de lucha social? –se le preguntó.

–No, ninguna. Son mercados distintos, son objetivos distintos, organizaciones diferentes, dinámicas totalmente divergentes.

–¿Ningún riesgo?

–Ningún riesgo en especial, más que los que tenemos ya, que son el desempleo, la miseria, la depresión, el empobrecimiento. Ésos son los graves riesgos que estamos viviendo y que no hemos podido solucionar.

Respecto de los planes que tenía el poeta, había bromeado con que compraría (con el monto de su premio) un rancho y cabezas de ganado en su tierra de Chihuahua, para no hacer nada más que ponerme a escribir.

Un par de discos donde hace gala de su voz de tenor que serán editados en breve, y el nuevo libro La violencia de Estado en México, del cual La Jornada ofreció un adelanto el viernes pasado (y que comienza a circular en librerías mañana martes), así como la novela Las mujeres del alba (todavía sin fecha de publicación), son los trabajos más recientes con los que Carlos Montemayor se despide de una sólida, plena y vigorosa vida intelectual.

Monsiváis

Monsi, ciudadano comprometido

En los malos tiempos que se abaten sobre el país, la muerte de Carlos Monsiváis, El Monsi –como le decían afectuosamente sus amigos, sus conocidos y sus incontables lectores desconocidos– resulta doblemente desoladora. Cualquiera en el que México hubiera tenido que despedirlo habría sido un mal momento, pero el actual es el peor imaginable para perder a una de sus inteligencias más éticas, generosas y comprometidas con las gestas sociales, a su principal cronista, a un intelectual particularmente lúcido y agudo, al crítico más implacable de los desfiguros del poder.

A lo largo de su vida, Monsiváis registró, con humor, rigor y una suerte de erudición de los terrenos inexplorados de la sociedad, las formas de relación y las prácticas de identidad de la población urbana de la segunda mitad del siglo XX y, sin hacer con ello un retrato complaciente, las presentó como maneras de resistencia o, cuando menos, de compensación frente a la desigualdad, la corrupción y el abuso.

Al mismo tiempo, Monsi dedicó su pluma a la crítica de la cerrazón política oficial; la tragicómica ineptitud de los funcionarios; la prepotencia y los atropellos de un sistema político sin contrapesos formales; la insultante frivolidad de los grupos que se han ido transfiriendo el control de las instituciones, con o sin el aval de la voluntad popular; la connivencia entre los anteriores y los poderes fácticos del dinero y del músculo mediático; el clericalismo rústico y, en años recientes, la inocultable conformación de una clase política-empresarial que es a la vez mandante y mandataria, y responsable principalísima del desastre nacional que hoy padecemos.

Más allá de la innovación formal, de la conversión de usos coloquiales en gran literatura, de la observación aguda en la que se hermanan la mirada del barrio con la tradición conceptista, el sentido central de la vida y de la obra de Monsiváis reside en la subversión verbal y textual frente al poder del gobierno, de la televisión, de las trasnacionales, de la jerarquía eclesiástica, de las corporaciones priístas, de la publicidad, de la venalidad, de la arrogancia, de la ambición, de la miopía y de la insensatez.

No cabe llamarse a engaño: con motivo del proceso electoral de 2006, Monsiváis señaló que un poder entronizado por el dinero a raudales habría de terminar sometido a los designios del mandato económico y advirtió sobre los riesgos de la violencia ideológica de la derecha. Vistos en retrospectiva, esos señalamientos adquieren la condición de una denuncia profética.

El sentido de orfandad es, pues, doblemente arduo en el momento actual, cuando la inteligencia constituye un déficit generalizado; cuando se confunde Estado con Ejército, política con encuestas de popularidad, y opinión pública con opinocracia; cuando el sentido de país está ausente de las decisiones que aún pueden ser adoptadas en las cúpulas políticas y económicas; cuando el cinismo y el pragmatismo extremos dejan de ser motivos de vergüenza y se convierten en actos de lucimiento; cuando el designio arbitrario, la violencia armada y la ley del más fuerte parecen ser los únicos sucedáneos de convivencia civilizada y de régimen republicano.

Signo de los tiempos: los factores de poder denunciados y desnudados por Monsiváis elogian, en estas horas amargas, a un personaje descafeinado, desprovisto de ideología, tolerante para con todo: casi a un intelectual de Estado, situado por encima de diferencias y fracturas sociales. Es obligado recordar, en tal circunstancia, que el escritor desaparecido fue siempre un ciudadano comprometido con las causas políticas, culturales y sociales de los marginados, de los discriminados, de los invisibles, de los de abajo, de los sin voz. Los homenajes póstumos de los poderosos parecen, pues, un ejercicio de hipocresía, que es como se denomina al tributo que el vicio rinde a la virtud.

Para la sociedad de abajo y para los ciudadanos de buena fe que aspiran a un país legal, justo, soberano, democrático e inteligente, el fallecimiento de Carlos Monsiváis es una noticia demoledora. Valga como pésame colectivo y compartido el compromiso de seguir encontrando, en su obra, razones para mantener vigentes esas aspiraciones.

Monsiváis



In memoriam
Se apagó una de las mentes más lúcidas del país

En 2006, en apoyo al movimiento antifraude, Monsiváis advirtió: no abandonemos nuestros votos en la fosa común de la resignación

Mónica Mateos-Vega y Éricka Montaño Garfias
Periódico La Jornada
Domingo 20 de junio de 2010, p. 2

Una de las mentes críticas más certeras y lúcidas de México se apagó ayer poco después del mediodía: Carlos Monsiváis falleció a las 12:47 de la tarde, luego de más de dos meses en terapia intensiva debido a complicaciones por una fibrosis pulmonar.

La noticia del deceso abrió una herida más profunda en el ánimo de lectores, amigos, seguidores y entusiastas de sus ideas que aún lloraban la muerte del Nobel portugués José Saramago, ocurrida el viernes.

Este sábado –en el que se conmemoró el Día del Idioma Español, así como el aniversario 89 de la muerte del poeta Ramón López Velarde– los restos de Monsiváis fueron recibidos por la noche por una multitud en el Museo de la Ciudad de México. Numerosas personas expresaron ahí una misma petición: “¡Monsi, al Zócalo; homenaje popular, no oficial!”

Monsiváis y Sergio Pitol se unieron al movimiento de Andrés Manuel López Obrador contra el fraude electoral de 2006. El 16 de julio de ese año participaron en el mitin multitudinario realizado en el Zócalo, donde el también cronista advirtió: el manipulador pierde la oportunidad de gobernar.

Monsiváis fue aclamado por la multitud cuando atacó directamente al partido en el poder y señaló: “la violencia ha partido de la derecha. Una violencia ideológica de mentiras, calumnias, difamaciones y fraudes hormiga.

No abandonemos nuestros votos en la fosa común de la resignación o la apatía. Voto por voto y casilla por casilla.

Cronista indispensable de los principales hechos políticos y sociales del país, coleccionista de arte popular, periodista, Carlos Monsiváis Aceves nació en la ciudad de México el 4 de mayo de 1938. Su pasión por las letras lo llevó a colaborar desde muy joven en suplementos culturales y medios periodísticos del país.

Lo irrenunciable para mí es ver cine y leer, solía decir, mientras para sus seguidores era importante escucharlo en persona. Su nombre en las presentaciones y en los programas de las ferias de libros garantizaba una asistencia masiva. “¡Ahí va Monsi!”, era casi el grito de guerra en los pasillos, en los museos, en las escaleras. Aquí le pedían un autógrafo, allá una foto, por allá que fuera a algún evento de causa social, más allá que escribiera un prólogo para el libro de algún escritor en ciernes.

Con comentarios irónicos provocaba la risa de sus escuchas, pero sobre todo la reflexión. Ironía nada gratuita y sí consciente del efecto que su discurso, sus chistes, sus frases de doble sentido tenían en el público, en su lector.

No pocas veces el espacio destinado para sus charlas resultó insuficiente. Mejor sentados en el suelo que irse, mejor parados que abandonar la sala. La escena se repitió decenas de veces en distintas ciudades de la República, en diversas conferencias, en distintos escenarios.

Sus últimas presentaciones en público fueron una conferencia de prensa el lunes 8 de marzo, en la que habló de su libro publicado recientemente, Apocalipstick (Debate), y en la inauguración de la muestra México a través de las causas en el Museo del Estanquillo, que él fundó.

Durante su encuentro con la prensa Monsiváis advirtió que “la esperanza está siendo triturada masivamente y reconvertida en frustraciones. La indignación y la esperanza individual no bastan. Se requiere de un proceso organizativo social, el cual hoy se aprecia en muchas partes. Una palabra que revela hoy día lo que pasa en el país es: el empoderamiento crítico. Es armar la esperanza a título individual y en beneficio colectivo”.

Por la noche acudió al Museo del Estanquillo. Ahí expresó que muchas de las causas se han catalogado como perdidas, pero hay que reconocer que de las causas perdidas también se alimenta la resistencia de hoy.

Diez días después acudió al centro cultural Bella Época para la presentación del libro Armando Herrera. El fotógrafo de las estrellas, donde estuvo acompañado por Yolanda Montes, Tongolele.

Ya no pudo acudir a una nueva presentación de Apocalipstick en el Museo de la Ciudad de México, libro dedicado a Omar A. García Cervantes.

A finales de 2009 revisó y actualizó su libro Los mil y un velorios, crónica de la nota roja, que se regaló con motivo del Día Nacional del Libro, informó Random House Mondadori, una de sus casas editoras.

Monsiváis estudió en las facultades de Economía y de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Una inagotable y vigorosa curiosidad intelectual le permitió no sólo ser testigo de los principales hechos culturales y políticos de la segunda mitad del siglo XX, sino opinar con singular acidez y humor.

Nunca se negó a participar en revistas, mesas redondas, programas de radio y televisión, periódicos, coloquios, museos, películas, antologías, prólogos, con su palabra mordaz.

El escritor Adolfo Castañón, en su ensayo Un hombre llamado ciudad, lo consideró el último escritor público en México, resaltando que no sólo cualquier mexicano lo ha escuchado o leído, sino que muchas personas eran capaces de reconocerlo en la calle.

Entre sus más de 50 libros publicados destacan Días de guardar (1971), Amor perdido (1977), Nuevo catecismo para indios remisos (1982), Escenas de pudor y liviandad (1988), Los rituales del caos (1995), Salvador Novo. Lo marginal en el centro (2000) y Aires de familia: cultura y sociedad en América Latina (2000).

Monsiváis lo mismo fue puntual cronista del movimiento estudiantil de 1968 que del acontecer en torno a ídolos populares como El Santo o Cantinflas, o del desarrollo del movimiento feminista nacional. Siempre manifestó su rechazo a toda posición intolerante y retrógrada. Fue incansable promotor de los derechos de las minorías sociales, la educación pública y la lectura.

Una de sus pasiones fue el cine nacional, acerca del que escribió varios ensayos, algunos incluidos en el libro Rostros del cine mexicano. Dirigió por más de 10 años el programa El cine y la crítica en Radio UNAM.

Fue secretario de redacción en las revistas Medio Siglo (1956 a 1958) y Estaciones (1957 a 1959). Dirigió el suplemento La cultura en México de la revista Siempre! (entre 1972 y 1987) y coordinó la edición de la colección de discos Voz Viva de México de la UNAM.

Autor de la columna Por mi madre, bohemios (que lleva décadas editándose en diversas publicaciones del país), en la cual compiló declaraciones de políticos, empresarios, representantes de la Iglesia y otros personajes de la vida pública, mofándose de su ignorancia o su visión limitada del mundo, exhibiendo la demagogia de las clases gobernantes.

Recibió los premios Nacional de Periodismo, Mazatlán, Xavier Villaurrutia, Lya Kostakowsky, Anagrama de Ensayo y el FIL de Guadalajara (antes Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo).

Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y del Centro de Estudios Internacionales de Harvard. En agosto de 1992 recibió una beca del Fideicomiso para la Cultura, organización creada un año antes por la Fundación Rockefeller en colaboración con instituciones mexicanas.

Impartió cursos en la Universidad de Essex y en el King’s College, ambos en Gran Bretaña, y fue profesor invitado en la Universidad de Harvard.

También recibió los doctorados honoris causa de las universidades estatales de Sinaloa, Puebla, Hidalgo, Veracruz, Nuevo León, San Luis Potosí y Arizona, así como de la Autónoma Metropolitana y Nacional Autónoma de México. También, de la Nacional Mayor de San Marcos, Perú. De la Universidad Autónoma de la Ciudad de México recibió un Honoris Causas Perdidas.

JornadaPortada

sábado, 19 de junio de 2010

Saramago



Saramago: un hombre afortunado

Hermann Bellinghausen

Desafiante, claro, comprometido, en marzo de 1998 José Saramago llegó a México dispuesto a sacar de quicio al gobierno de Ernesto Zedillo. Semanas atrás había anunciado, en un artículo muy duro que dio la vuelta al mundo, que visitaría Chiapas y expresaría su apoyo a los rebeldes zapatistas. Estoy aquí porque no me da igual, insistiría luego desde las montañas de Chiapas.

La Secretaría de Gobernación amagaba con aplicarle el 33 constitucional si intervenía en asuntos internos. Por entonces estaba de moda expulsar extranjeros de Chiapas. El Instituto Nacional de Migración (INM) y los medios de comunicación acababan expulsar de Chenalhó, y de México, al párroco francés Michel Chanteau. La masacre en Acteal estaba fresca, la indignación mundial era intensa, y mayúsculo el predicamento del gobierno zedillista, acusado de las masacres y la contrainsurgencia. Apenas días atrás había visitado las comunidades el fotógrafo brasileño Sabastião Salgado. Y días después de Saramago, fue Susan Sontag quien recorrió las montañas tzotziles, todavía tocadas por la tragedia.

Desde la ventanilla del INM en el aeropuerto de la ciudad de México el 7 de marzo de aquel año, a la hora de poner a prueba al gobierno, Saramago, acompañado por su compañera y traductora Pilar del Río, reiteró que iría a Chiapas porque es mi derecho y mi obligación.

Durante toda su visita al país trajo sobre los tobillos a la Secretaría de Gobernación y los servicios de inteligencia. Lejos de atemorizarlo, el acoso le dio mayor solidez a su actitud. Y una estatura moral de trascendencia ejemplar. Era un viejo militante de izquierda, comunista heterodoxo sin sitio para el desencanto. Todavía no le daban el Nobel pero había escrito una serie de novelas extraordinarias y ya se llamaba José nada más, como el personaje de su por entonces más reciente creación, Todos los nombres.

Durante una semana expresó públicamente lo que quiso, y el día 14 llegó a Chiapas con Carlos Monsiváis y Juan Bañuelos, y con ellos visitó las comunidades la mañana siguiente. En la cabecera municipal de Chenalhó lo detuvo e interrogó con rigor un retén de migración, y enseguida uno del Ejército federal. En Majomut ingresó al campamento militar que sitiaba los campamentos de refugiados de Polhó y confrontó al mando militar, sin obtener una explicación convincente del cerco armado a los desplazados zapatistas.

La crónica de La Jornada registró que José Saramago se había llevado una montaña de Chiapas. “Una pequeña montaña que le cabe en la bolsa del pantalón, idéntica a la escarpada serranía de los Altos, esta tierra de los pueblos tzotziles. Nacida de ellas, la roca que recoge del suelo de Acteal el escritor portugués pesa en la mano como un siglo, como una vida entera.

“Más tarde, al iniciar el regreso a Jovel, la muestra con triste orgullo a Pilar, su compañera.

“–Mira –le dice–, recogí una piedra.

“Al parecer tiene la costumbre de tomar piedras de los lugares que visita. No todos, asegura; no dice de cuáles sí. Alza contra la luz de la tarde el trozo de suelo basáltico, piramidal, con la base apoyada en su palma, entorna los ojos y guarda silencio. A su pesar quizás, muestra reverencia.

Lo inundan las cosas que vio, las voces que oyó, la gente que acaba de conocer para siempre, en el municipio autónomo de San Pedro Polhó. Recorrió el campamento de sobrevivientes de Acteal, los campamentos de desplazados en Polhó, conoció el campamento militar de Majomut, y ante todo, escuchó (La Jornada, 16 de marzo).

Visitó sin prisa a los desplazados zapatistas, se entrevistó con los sobrevientes de Las Abejas en Acteal, y con el consejo autónomo de Polhó. Se indignó y lloró, se emocionó al ver la resistencia de los indígenas. Se comprometió con ellos a llevar su voz a donde le fuera posible. Fue un hombre de palabra, y siempre cumplió ese compromiso.

Cuando siguiendo sus pasos, aunque con mucha mayor discreción, la escritora estadunidense Susan Sontag realizó el mismo recorrido una semana después, la polvareda levantada por Saramago seguía en el aire, había doblegado a Gobernación en cumplimiento a su deber, como él mismo lo veía, consciente de tener una voz, de ser escuchado en el mundo, y se asumía como herramienta para la lucha zapatista.

Caminando las lomas rebeldes y dolientes de Chenalhó, Sontag se detuvo un momento y dejó de hacer preguntas para decir:

–Saramago es un hombre afortunado. Cuando parecía haber acabado su vida profesional, ya mayor, comenzó a escribir unos libros maravillosos, conoció al amor de su vida, una mujer bellísima que lo adora, hoy es uno de los grandes novelistas vivos del mundo y está dispuesto a decir la verdad.

Como ella misma diría en 2000 en Jerusalén, haciendo uso de esta libertad comprometida que, a su modo, compartió con el autor portugués: El principal trabajo de un escritor no es tener opiniones, sino decir la verdad, y rehusarse a ser cómplice de las mentiras y la desinformación.

Saramago volvería a Chiapas para entrevistarse en el Aguascalientes e Oventic con el comandante David y otros comandantes zapatistas. Y durante la Marcha del Color de la Tierra en 2001 se encontró al fin con el subcomandante Marcos, con quien de tiempo atrás sostenía una conversación política, literaria e intelectual.

En 2002 participó en el Aguascalientes zapatista en Madrid, al lado de Manu Chao, y una vez más puso su palabra, su respaldo y su prestigio al servicio de la lucha zapatista.

Fue desde el primer contacto que tuvo con los indígenas rebeldes que supo qué le tocaba hacer. Obligado en 1997 a parafrasear su poema-novela de anticipación El año de 1993, Saramago dijo haber encontrado aquí una guerra del desprecio. Y explicaba: No imaginé en 1975, cuando escribí ese poema largo, que vendría a encontrar en la vida, en lo concreto, con las diferencias y similitudes, una situación tan igual como la que vi aquí.

Añadió: Sólo para el que no quiere ver ni entender las cosas, se oculta el hecho de que el Ejército y los paramilitares son la uña y la carne juntas. Fue testigo, no le contaron: De no ser así, los paramilitares no podrían haber hecho lo que hicieron y lo que siguen haciendo. Pocos minutos después de que dejamos Acteal hubo un acto de intimidación, y se hicieron no uno ni dos, sino 30 disparos, que afortunadamente fueron al aire. A través de su actitud comprometida, estremecedoramente humana, José Saramago estableció con el México de abajo una relación notable y para siempre. El privilegio fue de todo

Saramago



José Saramago (1922-2010)

José María Pérez Gay

¿Qué puedo decir de José Saramago en tres o cuatro cuartillas que no se haya dicho antes? Debo confesar que no sólo soy su amigo, sino también un lector adicto y confeso. Por lo demás, no sobra decirlo, estamos ante uno de los mayores novelistas de nuestro tiempo. No puedo proponerme una revisión de toda la obra de Saramago, sino sólo de una novela me parece clave en su obra.

La obra de José Saramago ha cobrado como pocas obras literarias una vida propia de un enorme significado, se lee en cantidad de idiomas, es una referencia obligada en la historia de la literatura contemporánea. Su primera novela –publicada en 1947, a los 25 años de edad, tuvo una vida corta. Después de Terra do Pecado, treinta años más tarde, Saramago publica otra novela: Manual de Pintura e Caligrafia. No son muy frecuentes los escritores que han abierto un lapso de tiempo tan largo entre una novela y la siguiente. Sin contar desde luego A Clarabóia, un texto que nunca se publicó. Saramago hizo entonces muchas cosas: trabajo como editor, escribió en los periódicos, tradujo libros y escribió poesía. Y así después de treinta años irrumpe en el mundo de la novela con un resplandor que brilla cada vez más. Levantado del suelo (1980) es una novela que ya nada tiene que ver con aquella Terra do Pecado. Nuestra ignorancia de la literatura portuguesa es oceánica. Por ese entonces, 1947, en Portugal estaba vigente el neo-realismo Alves Redol publicaba Porto Manso –y empezaba el descomunal el Ciclo Port–Wine–, Alfonso Ribeiro, Escada de Servicio; Miguel Torga, Odes y Regio Historias de Mulheres e d’A Velha Casa. Al mismo tiempo se publican los Cuadernos de poesía; Jorge de Sena publica Coroa da Terra; Sophia de Mello Breyner, Dia do Mar y el joven Sebastiao da Gama publica Cabo da Boa Esperança. Los novelistas de otra generación siguen publicando: Ferreira de Castro, A La a Neve; Aquilino, O Arcanjo Negro y la aparición tardía del surrealismo de Lisboa, con Cesariny, O’Neill, Antonio Pedro y José Augusto França.

El año de la muerte de Ricardo Reis pertenece a un misterioso rango de la literatura: las obras únicas; es una novela que no se parece a ninguna otra: surge, se nutre y se agota en sus propios límites, hasta configurarse como un mundo alucinante y autosuficiente, aislado y ennoblecido por su propia singularidad. Ese proyecto novelístico, sin duda uno de los más apasionantes del Siglo XX, no se habría dado sin esa etapa decisiva, de creación literaria y de reflexión meta artística. Un ensayo de novela que encerraba toda la obra. Desde el principio de la novela, la historia es la propia novela, la de su propia escritura. Aquí se condensa también la historia de una ciudad, Lisboa, y de un país: Portugal. Ricardo Reis, un heterónimo, va en busca de su autor, Fernando Pessoa, uno de los mayores poetas del siglo XX. La sola idea es deslumbrante. Cada lector es otra novela; cada novela, otra novela. Cada vez que releo la novela, de golpe, se me vienen mil cosas encima: mi recuerdo tartamudea en alud amoroso, y en seguida se me aparece una ciudad blanca, cuyas calles y sus nombres son el mapa de la novela, no hay mejor descripción de Lisboa que El año de la muerte de Ricardo Reis, la ciudad del Tajo, la ciudad de Camöens y Eça de Queiroz. La Rua Garret, Rua do Carmo, la Rua nova de Almada, la Rua Serpa Pinto, la Calçada do Sacramento. Por la magia de Saramago, me detengo la Casa Havaneza y Ramalho Ortigao, a un lado del Café A Brasileira: “Ricardo Reis atravesó el Barrio Alto, y bajando por la Rua do Norte, llegó a la de Camoes, era como si estuviera en un laberinto que lo llevara siempre al mismo lugar, al monumento, a este bronce con pinta de hidalgo y espadachín, especie de D’Artagnan premiado con unas corona de Laurel (…) Yo solo aproveché un resto de ellos, las palabras que hablaban de ellos. Explique mejor esa tan divina y tan humana confusión. Según la declaración solemne de un arzobispo, el de Mitelene, Portugal es Cristo, Y Cristo es Portugal. Está escrito allí, Con todas las letras, Que Portugal es Cristo y Cristo es Portugal, exactamente. Fernando Pessoa se quedó pensando un momento, luego se echó a reir, con una risa seca, cascada, nada grata de oir. Qué país, qué gente, y no pudo continuar, había ahora lágrimas verdaderas en sus ojos, Qué país, repitió y no paraba de reirse. Y yo que creía que había ido demasiado lejos cuando en Mensagem llamé santo a Portugal, ahí está San Portugal, y viene un príncipe de la iglesia, con su archiepiscopal autoridad, y proclama que Portugal es Cristo, y Cristo Portugal. Si esto es así, necesitamos saber urgentemente qué virgen nos parió, qué diablo nos tentó, qué judas nos traicionó, que clavos nos crucificaron, qué tumba nos oculta y qué redención nos espera”.

El Año de la muerte de Ricardo Reis admite, lateralmente, la interpretación de la historia que Pessoa y Reis soñaron; al final nos espera el juego: la fiesta, la consumación de la obra, su encarnación momentánea y su dispersión. Desde un principio Saramago ya no tuvo por qué seguir optando entre el liderazgo y el martirio. Pocos autores, como Saramago tienen una literatura a la precisa escala civil. Esta armado –eso sí– de su inteligencia, su cultura y su prosa Es la suya una escritura democrática de un ciudadano y nada más, por excepcionalmente dotado que sea. Por esa misma razón puede escribir una novela como El hombre duplicado. En ese carácter tan democrático de su expresión no abundan sus antecedentes portugueses ni, mucho menos, españoles. Más que en modas anecdóticas o formales, en ideologías o en esquemas teóricos, la literatura en Saramago se dio en su respiración civil: un autor que no se siente un solitario entre la gente.

“La madurez de una vida, como la madurez del día –escribe Saramago– no se revela en la hora incierta del atardecer, sino en el momento pleno, cenital y vibrante del mediodía en que el sol, cumplida ya su trayectoria ascendente, parece detenerse a contemplar, hurtando la sombra a seres y cosas, los frutos de su carrera. La obra de José Saramago, desde el Manual de Pintura y Caligrafia hasta el El ensayo sobre la lucidez ha permanecido siempre en el mediodía de su vida. A sólo unos meses de distancia, esta novela encarna una real aventura intelectual, un enriquecimiento, un momento de veras encarnizado de la cultura crítica contemporánea.

Cuando pienso en José Saramago, mi amigo, siempre recuerdo esa historia jasídica que cuenta Martin Buber. “Un forastero llegó a visitar al rabino Alejem y le preguntó: Rabino ¿qué es mejor, la inteligencia o la bondad? El rabino contestó: por supuesto la inteligencia, ella es el centro de la vida. Pero si uno tiene sólo la inteligencia y no la bondad, es como si tuviera la llave de la recámara principal y hubiera perdido la de la puerta de su casa “. Siempre he pensado y estoy seguro de que José Saramago, como muy pocos, tiene las dos llaves de su casa.


Saramago


El Saramago de La Jornada

Elena Poniatowska


José Saramago es múltiple y esplendoroso. Abro los Cuadernos de Lanzarote, una isla frente a las costas de África que Carlos Fuentes describe como un cráter del mar, que a mí me conmovió, porque en medio del paisaje negro, hirviente, los habitantes se las han arreglado para sembrar uvas, a las cuales les hacen casita para que no las desenraicen los vientos y las separen de su balsa de piedra. Leo cómo desde 1993 Saramago viaja a Londres, Lisboa, Madrid, París, Roma, Buenos Aires, Río de Janeiro. Recibe premios, ofrece conferencias, asiste a ferias, participa en mesas redondas, es jurado de concursos literarios... y entre tanto se las arregla para regresar a casa y escribir Ensayo sobre la ceguera a la sombra de Pilar, que también le hace casa, ahora más que nunca, contra la agitación furiosa de la celeridad.

Lo veo correr, estoico, de aquí para allá, día a día, hablar del Doctor Fausto, de Thomas Mann; de sus amigos Jorge Amado y Gonzalo Torrente Ballester. Quisiera detenerlo y me resigno a pensar que del único Saramago del que puedo hablar un poquito es del Saramago de La Jornada, aquel que en sus crónicas me han dado Pablo Espinosa, quien fue a Estocolmo a verlo recibir el Nobel en 1998; Hermann Bellinghausen, Mónica Mateos, César Güemes, Renato Ravelo... que lo han seguido fervorosamente durante sus días mexicanos, los de 1998 y los de 1999.

Ver a Saramago acercarse y elegir a quienes prefiere es una lección de entereza. Millones de personas viven un atentado a su dignidad, declara a La Jornada y escoge a los más pequeños, los indígenas de Chiapas, y tras de él remolca a la península ibérica para que constate lo que sucede aquí, en las montañas del sureste desde 1517 hasta la fecha.

La voz de los más pequeños

Dentro de 19 días estaremos recordando el tercer año de la masacre de 45 indígenas en Acteal, en su mayoría mujeres y niños, que por su pobreza solemos llamar los más pequeños. ¿Puede levantarse la gloria de Dios y la de un gobierno sobre la miseria de un solo niño muerto?, pregunta Carlos Fuentes. A propósito de los indios chiapanecos, dijo José Saramago en San Cristóbal las Casas: Si la voz de un escritor les sirve para algo, mi voz es vuestra voz. Seguiré hasta el final de mi vida con la conciencia de que mi voz no es sólo mi voz, porque creo que por la boca de cada uno de nosotros está hablando la humanidad entera (...)

La mirada de Saramago sobre Chiapas es intensa, tan intensa como la mirada de un niño chiapaneco al que le han destrozado la vida. Saramago habla de las miradas severas recogidas de las mujeres, y se pregunta: “¿Cómo es que después de tanto sufrimiento ese mundo indio mantiene una esperanza? ¿Cómo pueden sonreír como aquel hombre de Polhó que acaba de decir: ‘mañana puede que nos maten a todos, pero bueno, aquí estamos’ con una sonrisa que no le han matado”.

Ayer, viernes 3 de diciembre, el comandante David volvió a decirlo en Oventic frente a un Saramago apesadumbrado, porque desde hace seis años nada ha cambiado y no se han cumplido los acuerdos de San Andrés: No deseamos la muerte de nadie, no queremos que el costo de la justicia, la libertad y la democracia sea la muerte de muchas vidas humanas, pero cuando es necesario hay que morir.

La gente en Chiapas se muere de hambre y Saramago se preguntó en 1998: ¿De qué se están alimentando esas personas? Y se respondió: Se alimentan de su propia dignidad. Es su dignidad la que los mantiene vivos. Escuché relatos de una objetividad tal en los que nada es dramatizado y todo es dicho con palabras medidas, no calculadas, las justas para expresar lo que hay que expresar. Si hay algo difícil en la vida, es ser. Y ellos que no tienen nada lo son todo, y eso es lo que he ido a aprender a Chiapas.

El Nobel más querido

Saramago se inclina sobre nosotros con toda su paciencia, con la ternura que emana de su altura de hombre bueno. Le asombra que sus lectores le digan que lo aman, no sólo en México sino en todas parte del mundo. Quizá de todos los premios Nobel, el del 98 sea el más querido. La gente lo rodea a ver si les hace el milagro, El evangelio según Jesucristo es el evangelio según Saramago.

En 1980 publicó una novela, Levantando del suelo, acerca de los campesinos del Alentejo, y durante tres años buscó cómo narrar esa historia hasta que pasó por encima de las reglas sintácticas y devolvió a los campesinos en sus propias palabras lo que ellos le habían dado tal y como se lo habían dado, es decir, su propio discurso, como si se hubiera convertido en uno de ello.

Su visión del mundo, como él mismo lo afirma, es pesimista: “Las razones que me llevan a contar una determinada historia –dice Saramago– tienen que ver con mi visión del mundo, de la historia y de la sociedad, y son razones bastante pesimistas, porque el mundo no me da ningún motivo para ser optimista, y eso es lo que aparece en mis libros”.

Y no es que Saramago no crea en la felicidad, sino que la considera una excepción, porque la vida es básicamente una carencia que la felicidad borra por un momento, la efímera negación de ese pesar que encontramos a la vuelta de la primera esquina. Basta leer el periódico para recordar puntualmente que las facultades humanas se desperdician diariamente en la brutal invención de armas y artefactos cada vez más especializados en una única y estúpida misión: exterminar a mujeres y a hombres. A veces Saramago se indigna: Yo no sé cómo nos atrevemos a decir que la raza humana es magnífica. Creo que es tiempo de aceptar que somos unas bestias.

Como lo recogió Mónica Mateos, Saramago es aún el muchacho que escuchaba la voz de sus dos humildes abuelos: Sigo siendo el nieto de ese hombre y esa mujer y no quiero perderlos, es decir, no quiero olvidarlos, ni mis orígenes, mis raíces, la casa pobre, el suelo de tierra, la lluvia que entraba, los cerdos al lado. De esa gente que pareciera que no lleva dentro más que la brutalidad de su propia vida aprendí casi todo lo que he escrito, o por lo menos quedó el terreno bien preparado para la siembra de todas esas palabras.

Por esos abuelos sobre los que ha escrito páginas admirables, Saramago se alía a los indios de Chiapas. Por eso entiende a los que sufren a manos de otros hombres. Los personajes de José Saramago son casi tan entrañables como él: Ricardo Reis; el modesto José de Todos los nombres, y José, el carpintero de Nazareth, cavan hondo y van subiendo por nuestras venas, y nos conducen como topos por túneles de aflicción, hasta que nos invaden con su desesperanza.

La mirada del alma

Saramago escribe en nuestro más íntimo silencio y gracias a él levantamos la vista. Dejamos de leer y miramos más allá en un punto donde quizá podemos leernos a nosotros mismos. Hay puertas que no nos atrevemos a abrir. Escuchamos la llave que gira dentro de la cerradura y el llanto callado de Marcenda, la que tiene una mano inservible. Dentro de ese silencio es posible también que las palabras de Saramago nos enseñen a ver, pero a ver como ven lo ciegos: para adentro, con el alma.

Nos persigue la ley, nos persigue la vida. La vida nos vive, como dijo el poeta jaime García Terrés. Dudamos de todo, porque más que de certezas, el hombre es un ser de dudas. Yo tengo todas las dudas del mundo, las mías y las de los otros, dice Saramago. Mi obra de alguna forma es una reflexión sobre el error y la duda.

Y añade. Tenemos algunas certezas. Sabemos, por ejemplo, que la honestidad es preferible al engaño, que el amor es mejor que el odio. Pero esas certezas, esas cualidades que yo considero como certezas, no son las que mayoritariamente han guiado a la humanidad.

La escritura de Todos los nombres comenzó cuando Saramago busca el acta de defunción de su hermano, muerto a los cuatro años. Investigó en el hospital, en los ocho cementerios de Lisboa (que después darían luz al cuento Reflujo), en registros y archivos... hasta que encontró la comprobación. Convencido de que la gente muere verdaderamente cuando se le olvida, Saramago logró demostrarle al registro civil que un hombre es algo más que una tarjeta (nombre, nacimiento, divorcio, muerte) guardada en algún polvoso archivero al fondo de un pasillo oscuro.

Ensayo sobre la ceguera es un libro desgarrador, en el que todos se van quedando ciegos (médicos, ladrones, mujeres de excepción, muchachas de anteojos oscuros, niños estrábicos) en una alegoría de la condición humana que olvida la responsabilidad ética que implica el ver, el tener ojos cuando otros irremediablemente los han perdido. La muchacha de los anteojos oscuros dice una frase memorable: Hay dentro de nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos.

Tal vez sea eso lo que nosotros buscamos: no el nombre que nos dieron, sino nuestro verdadero nombre, el que algún día vamos a encontrar. Es el que buscamos, a lo mejor sin saberlo, en cada una de las cosas que hacemos. Como cuando estamos a punto de dormir y pensamos en una palabra que es la que nos conduce al sueño, pero es una palabra que se pierde en el momento en que nos dormimos y jamás volvemos a recordar en la vigilia.

El mundo está oscuro

Consecuente consigo mismo, Saramago vincula su obra a las causas sociales, que son siempre políticas. Ejemplo de ello es el cuento La Isla Desconocida, que recaudó 281 mil dólares para víctimas del huracán Mitch. Fueron entregados a la Cruz Roja y utilizados para la reconstrucción de quince escuelas en América Central.

En agosto de ese mismo año rechazó el título de doctor honoris causa que le deseaba entregar la Universidad de Pará, Brasil, al saber que en esa región, el gobernador Almir Gabriel era el mismo que había ordenado la matanza de 19 militantes del movimiento Campesinos sin Tierra.

Su solidaridad con los más olvidados lo ha hecho enfrentarse a gobiernos y a líderes corruptos, y acercarse a jóvenes universitarios, indígenas, hombres y mujeres que se encuentran en desventaja y en situaciones injustas. Para el suplemento Foto, que dirige Raúl Ortega en La Jornada, preparó un número sobre Chiapas con Sebastião Salgado, a quien ya le había prologado un libro, Terra, acerca de los sin tierra, los desposeídos de un bien esencial para su existencia.

Cuando el 6 de julio de 1999, José Saramago recibió la medalla de honor de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander, dijo: Me gustaría ser recordado por esa cosa tan sencilla aparentemente, pero no tan corriente, como es el hombre bueno que sin proponérmelo he hecho todo lo posible por ser, y abogó por una revolución de la bondad.

Tal vez, como él mismo reconoce, no se trata más que de un disparate, pero consiste en que cada mañana, al levantarnos nos propongamos no dañar a nadie y darnos cuenta que de nada sirve aferrarnos a nada, como nos lo enseña Milton en su Paradise lost, y El evangelio según Jesucristo, un libro que nos atañe a las mujeres que damos a luz a dioses y ángeles caídos, a ganadores y a perdedores (amamos siempre mas a los perdedores que a los que triunfan), y nos oponemos a la salvación de un solo niño a costa de la muerte de todos, porque es inaceptable que uno viva si no van a vivir todos, y aspiramos al cielo de la anunciación a María de Saramago, a esa visión de belleza casi insoportable en la que todos y todas comen lo mismo y a la misma hora. Aunque José Saramago, desde la incesante tristeza, comienza su relato El mundo de los horrores con una afirmación que nos atrapa más que la belleza. Esta mañana, al salir a la calle, me di cuenta de que el mundo estaba oscuro.

Palabras que la escritora mexicana pronunció como preámbulo a la charla que el escritor portugués ofreció en diciembre de 1999, en el Palacio de Bellas Artes


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